Dios acrisola el corazón del creyente con el fuego y la pasión de su amor a través de las pruebas. Él nunca faltará a su palabra y sus promesas. Su palabra no pasará y sus promesas se cumplirán. El cristiano de fe puede descansar en la seguridad de que Dios nunca está al margen de la vida de sus hijos, no importan ni el tiempo, ni las circunstancias. El hombre de Dios pervive, porque vive a pesar del tiempo y de las dificultades. Desde la cruz tenemos la oportunidad de avizorar nuestro destino eterno y vivir preparándonos para el reencuentro en el día del Señor. Nuestra garantía es la inmutabilidad de Dios, la certeza de que Jesús es el mismo de ayer y que sus misericordias nos alcanzan y permiten ver su grandeza, su fidelidad, su eterno amor. “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). Su autoridad es plena.
Vivimos en una constante zozobra por lo que traerá el mañana. En un mundo tan cambiante e inseguro por el pecado del hombre y la inconsistencia de los que gobiernan (por los cuales también debemos orar), el señor de las tinieblas interviene de vez en cuando en territorio cristiano intentando arrebatarnos un pedacito del Reino conquistado. La cultura de la incertidumbre y la duda ha pasado a formar parte del prontuario y el recetario del diablo para las almas débiles, para los cristianos decaídos. Pablo le decía a los colosenses: Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo; y en él, que es la cabeza de todo poder y autoridad, ustedes han recibido esa plenitud. (Col 2.10)
Esta es una gran verdad. Cristo es la cabeza de todo poder y autoridad y esto incluye al diablo, a las potestades, y ha sido así desde siempre. Él no cambia, no altera su naturaleza, no se viste de camuflajes, no transige con el pecado, pero no deja de anhelar el abrazo del pecador arrepentido. Él es siempre Dios. “Pero tú, Señor, reinas eternamente; tu nombre perdura por todas las generaciones” (Sal 102.12). No debemos dudarlo un solo instante: Cristo reinará eternamente y esto nos alienta a no dejarnos condenar por alguien que perdió la pelea “por no presentación” en el Campeonato Celestial del Amor celebrado hace 2000 años en el campo del Calvario. Así como la naturaleza y los atributos de Cristo son inmutables y lo serán por los siglos de los siglos, nosotros, sin quererlo, le hacemos juego a las mentiras de este mundo.
Su fidelidad, misericordia, poder y santidad son inconmovibles. Conocer que Dios es inmutable hace más fácil el camino, encauza las dudas hacia la seguridad del cristiano, la cual trae paz espiritual, gozo del corazón y hace sentir como si a la fe le crecieran alas. La inmutabilidad de Dios revela una perspectiva teológica esperanzadora, una dimensión espiritual transformadora que nos refresca, que nos lleva al reconocimiento del pecado delante de Dios, al arrepentimiento sincero, sin temor a ninguna condenación. En Cristo, el Dios eterno que no cambia, la condenación que nos correspondía por nuestras rebeldías, quedó resuelta en la victoria de la cruz. ¡Pero debemos ser fieles!
El Señor siempre será el mismo, es el Dios para todas las edades y las épocas, ¡Nada en Él se corrompe! Él es el mismo y ha prometido estar con nosotros sin variar su perspectiva de creador y sustentador de la corona de su creación. A través del profeta Isaías la promesa de inmutabilidad del Señor nos alienta y hermosea nuestra fe: “Aun en la vejez, cuando ya peinen canas, yo seré el mismo, yo los sostendré. Yo los hice, y cuidaré de ustedes; los sostendré y los libraré” (Is 46.4) –Subrayado del autor-
¿Por qué entonces cambiamos nosotros? Si contamos con la autoridad de Cristo sobre toda potestad y poder, si declaramos con frecuencia que estamos revestidos y limpios por su sangre, ¿por qué andamos como si esto no fuera verdad? ¿Por qué fluctuamos y dudamos si tenemos un Dios tan grande, que no cambia ni modificará sus promesas? La inmutabilidad de Dios es también un aviso, un recordatorio permanente de que Él es santo y que sus hijos deben imitarlo. El hecho de que Él no cambia es también la oportunidad que tiene el hombre perdido para acercarse definitivamente a Él y conocerlo a través de la fe. Y es también bendición para los que vivimos por Él.
Pero Tú, SEÑOR, permaneces para siempre, y Tu nombre por todas las generaciones.
Salmos 102:12
Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos.
Hebreos 13:8
¡Dios te bendiga!