¿No te asombras de Dios todos los días? ¿No te admiran las maneras en que Él va armando los rompecabezas de tu vida, dándole sentido y propósito? Cuando nos sometemos al Señor enteramente, vemos su admirable devenir, su impronta en nuestro desandar a través de los años y el tiempo presente; cómo Él fue preparando el camino para nuestro encuentro con Él. Imagínate al Señor peleando por ti halándote con sus cuerdas de amor a pesar de tus rebeldías y pecados. Él es asombroso, tan admirable como consejero.
La sociedad actual se ha despersonalizado. Parafraseando al Prof. J. Stoll diríase que la pérdida del significado de la vida en un mundo sin propósitos, alienta al hombre natural a vivir su propia experiencia de espaldas a los valores eternos de la fe, cuestionando su propia existencia y sacando (desconociendo) a Dios de su trascendencia, ignorando su plena autoridad.
El hombre es verdaderamente trascendente cuando tiene al Señor en su vida y aquí, en mi opinión, radica lo que lo hace admirable. Las multitudes se admiraban de Cristo porque enseñaba con autoridad (Lc 4.32). ¿Qué tipo de autoridad? ¿Hasta dónde alcanzaba tal autoridad? Jesús dijo de sí mismo: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra”. (Mt 28.18). El apóstol Juan escuchó una voz del cielo que decía “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de Su Cristo (el Mesías)…” (Ap 12.10)
Por eso es nombrado Admirable, no es un adjetivo, sino un nombre propio. Él es la autoridad suprema y Señor de todo lo que existe. Es admirable porque siendo fuerte se hizo débil, siendo Dios se humilló hasta lo sumo (Flp 2.8), siendo Rey nació en un pesebre y para salvarnos, murió en una cruz. No llego a entender que un ser tan admirable, con toda la autoridad dada por Dios, muriera una muerte tan cruel en lugar nuestro. ¿Sabes por qué? Porque el pecado nos había destituido de su gloria y Él no lo podía concebir. Por esto es admirable, porque sólo tenemos que darle una oportunidad para que venga a nuestra vida; creer en Él, aunque con una pizca de fe, para tener vida eterna (Jn 3.16), ser herederos de Dios y coherederos con Él y llegar a tener parte en su gloria en la eternidad. (Ro 8.17).
¿A quién admiras en estos tiempos? ¿Qué valores del mundo te sirven para mostrar e instruir a tus hijos – hermanos, padres, nietos, sobrinos, amigos – en el hogar, en el trabajo, incluso en la iglesia? Elijamos a Cristo; Dios nos trasladó al Reino de su amado hijo (Col 1.13), y nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (2 Pe 2.9). Esa luz era Cristo y será hasta el fin de los tiempos. ¿Admiras a tu jefe? ¿Tus posesiones y riqueza? ¿A tu pastor? Muy bien, pero mejor pon los ojos en Cristo.
Otra Navidad, otro desafío. No dejes de admirar al Señor pero también ¡asómbrate! ante la mesa con mendrugo de pan que se sirve sin mantel; admira al Señor, pero ¡conmuévete! por la madre que deja sus lomos en la batalla cotidiana para alimentar a sus hijos, admira al Señor, pero ¡túrbate! ante el foro desconcertante de seres humanos indiferentes frente a la mirada inocente de un niño que no sabe que su tristeza procede de su magro y famélico estómago. ¿Acaso no nació ya el admirable Emmanuel en nuestro corazón?
¡Dios te bendiga!