6:00 a.m., Lo despierto, -Nina, un poco más, ven, acuéstate conmigo. ¡Con que gusto me tiro por unos minutos más!, pero no a dormir, trato de acomodarme de forma que pueda acariciar su cabeza, pero, no puedo tan cerca de él, debo alejarme para que mi mano repose cómodamente y pueda ser grato a mi hijo el gesto de amor que le regalo.
Él dormita, yo pienso. No puedo estar tan lejos de él como para perder el contacto y no darme cuenta de lo que pasa en su vida. No puedo estar tan cerca que mi amor en vez de ser grato, sea un estorbo.
Es así con nuestros hijos. La distancia debe ser bien medida, no podemos estar tan ocupados en los negocios de la vida que no nos demos cuenta cuando debemos intervenir, nada tiene que ver con la edad, aun viejos, si estamos presentes, vendrán a nosotros ante cada prueba que Dios les permita pasar, eso, si les hemos enseñado que somos la roca puesta por Dios en esta tierra para que puedan asirse y si ya no estamos, debemos dejar bien claro que tienen una Roca Eterna a la cual aferrarse, por tanto, nuestra partida debe arreglarse de antemano con Dios, de manera que no dejemos a nuestros hijos desvalidos, sino con un legado de seguridad, con la compañía del Rey supremo que es mucho mejor que la nuestra.
La distancia nos impide asfixiarlos, no podemos estar merodeando en su vida, porque, si recordamos bien, cuando merodeaban en la nuestra, levantábamos una fortaleza impenetrable, no queríamos intrusos, ¿Qué nos hace pensar que nuestros hijos van a ser diferentes?
Debemos ser prudentes, ellos nos lo agradecerán, porque al final dejaremos en este mundo seres preparados para preparar a otros y al final, si logramos el equilibrio y nuestros hijos ven en nosotros lo que Dios espera, nos reuniremos en ese lugar que Él ha preparado para los que lo aman. Hasta entonces, no tan lejos que perdamos el contacto, No tan cerca que los hagamos desear perderlo.