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Medidos por la misma medida

Ser medidos por la misma medida es una verdad espiritual que Jesús revela con profundidad en Lucas 13:1-9. Ante las tragedias y sufrimientos que muchas veces tratamos de interpretar según la culpa o inocencia humana, Cristo nos recuerda que todos estamos en igual condición ante Dios. No se trata de quién pecó más o menos, sino de la urgencia del arrepentimiento y de la misericordia divina que se nos ofrece a cada uno por igual.

¿Sabíais que existe una balanza en la que todos somos pesados y, al final, tenemos el mismo peso? Les invito a imaginar el siguiente escenario para ilustrar esta idea. Un profesor llevó a sus alumnos al campo para realizar una actividad especial. Les pidió que recogieran piedras del suelo y las pusieran en una balanza. Algunos eligieron piedras grandes y otros pequeñas, pensando que así serían diferentes a los demás.

Sin embargo, al finalizar, el profesor les sorprendió utilizando una segunda balanza especial, que no medía el peso físico, sino que otorgaba el mismo valor a todas las piedras, independientemente de su tamaño o forma. Ante la perplejidad de los alumnos, el profesor les explicó: “Así como esta balanza mide con la misma medida, así Dios no hace distinción de personas.

Todos somos puestos en la misma balanza ante Él. No importa si nuestros pecados son grandes o pequeños; lo importante es si hemos respondido al llamado al arrepentimiento”. Nuestros pecados pesan lo mismo delante de Dios, tal como nos enseña Lucas 13:1-9.

Todos necesitamos arrepentirnos y recibir su misericordia, porque en el asunto del perdón, somos medidos con la misma medida. Los que narraron la historia a Jesús pensaban que quienes sufrieron la tragedia eran más pecadores, pero Jesús nos muestra la igualdad de condición cuando llegue el momento de escuchar el veredicto por nuestros pecados.

Este es un texto revelador y nos muestra una gran verdad: nadie es mejor que otro cuando es juzgado por Dios. Entonces, ¿cuál es el mensaje que Jesús enseña al aplicar estas dos tragedias?

Todos estamos en el mismo nivel de pecado
La historia de los galileos y los de Siloé (v. 1, 4)
Lucas relata que había algunas personas presentes «en ese tiempo» o «en ese momento» que conversaban con Jesús. Surge entonces la pregunta: «¿En qué tiempo?» o «¿A qué hora?». Para comprenderlo, es necesario retroceder al final del capítulo 12, especialmente a los últimos seis versículos, donde se encuentra el mensaje anterior.

Jesús llamó “¡hipócritas!” a aquellos que sabían interpretar los signos del clima, como las nubes y la lluvia, pero eran incapaces de discernir los tiempos a los que Él se refería en ese momento. ¿A qué tiempo alude Jesús? Al momento en que Pilato mató a quienes adoraban en el templo, mezclando su sangre con los sacrificios, y al desastre que costó la vida de muchos judíos por el derrumbe de la torre de Siloé. Ambos sucesos conmocionaron la conciencia de la gente, que se preguntaba por qué esas desgracias habían recaído sobre esas personas.

Se cuestionaban si aquello sería un juicio divino por sus muchos pecados. Esta forma de pensar es habitual, por ejemplo, cuando se atribuyen los fracasos o las enfermedades a una falta de fe o a algún pecado oculto. Sin embargo, Jesús enseña que estas cosas pueden sucederle a cualquiera, sin distinción.

Pensar que eran más pecadores o culpables (v. 2b, 4)
Es frecuente asumir que ciertos sufrimientos se deben a algún pecado cometido en nuestras vidas. Esta es la perspectiva religiosa oriental conocida como karma: si haces el bien, recibes beneficios; si haces el mal, te perjudicas. Esta visión es antibíblica, pero muchos cristianos la adoptan inconscientemente. Un ejemplo de ello es la actitud de un predicador en un pueblo: una mañana, un tornado destruyó la cantina, y el domingo siguiente, desde el púlpito, proclamó que era una muestra del juicio de Dios.

La semana posterior, otro tornado arrasó la iglesia, lo que llevó al predicador a reconsiderar su teología. Lo primero que debemos aprender de estas historias es a ser agradecidos con Dios por su protección. ¡Dios nos ha salvado! ¿Le das gracias a Dios por preservar tu vida? No se trata de juzgar a los fallecidos ni de pensar que eran más pecadores que nosotros, sino, como alguien expresó con gratitud: “Dios, reconozco que eres quien mantiene la sangre fluyendo por mis venas y el oxígeno llegando a mi cerebro. Puedes detener mi corazón en cualquier momento”.

Aplicación:
J. C Ryle dice: “Es evidente que los informantes de nuestro Señor estaban inmersos en la opinión popular de que las muertes repentinas eran juicios especiales, y que si un hombre moría de repente debía de haber cometido un pecado especial. Nuestro Señor les hace comprender que esta opinión era un mero engaño carente de base. No tenemos derecho alguno a concluir que Dios está enojado con un hombre por el hecho de que le arranque repentinamente del mundo”.

Todos necesitamos ir al arrepentimiento de corazón
Consideremos quién nos da el imperativo (v. 3, 5)
Jesús aprovechó la ocasión para hablar sobre la naturaleza del arrepentimiento, ya que conoce el pecado. No en vano repitió dos veces este imperativo. La intención de Jesús al confrontarnos con esto es llevarnos a reflexionar sobre nuestro propio mundo interior. Parece decir: “¿Y qué si estos galileos tuvieron una muerte repentina? ¿Qué tiene que ver con vosotros? ¿Cuál es vuestra preocupación?”.

La respuesta de Jesús es la misma cuando afirma: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”. ¿Qué significa esto? Que el verdadero arrepentimiento está claramente establecido en las Escrituras. Todo comienza identificando lo que debemos reconocer del pecado, continúa con la tristeza que éste provoca, y prosigue con la confesión del pecado delante de Dios. Esto debe demostrarse ante los demás por medio de una separación radical del pecado.

El resultado será adquirir el hábito de aborrecer profundamente todo pecado. Sobre todo, el arrepentimiento está indisolublemente ligado a una fe viva en el Señor Jesucristo. Este es el arrepentimiento del que Jesús habla de manera imperativa, como algo necesario y urgente. Sin esto, no hay perdón de pecados. Así pues, todo aquel que ha sido perdonado, primero se ha arrepentido.

Consideremos las terribles consecuencias (v. 3b, 5b).
Las dos preguntas de Jesús resultan sumamente reveladoras. Tanto los que murieron en la matanza de Pilato como los que murieron por la torre de Siloé, así como quienes escuchan ahora, estaban en igualdad de condiciones. La muerte llega a todos por igual y todos necesitan arrepentirse. Cuando el pecado entró en el mundo, llegó también la muerte. Las personas mueren. Dios no es el problema, sino el pecado. Por eso, si te preguntas por qué muere la gente, no entiendes el fondo del asunto. La gente muere. Entonces, ¿qué crees que te va a pasar? En nuestra experiencia, la muerte siempre le ocurre a otros, hasta que nos sucede a nosotros. La cuestión no es: «¿Estoy haciendo algo que merezca la muerte?», como tampoco lo era la pregunta sobre aquellos galileos o sobre las personas aplastadas por la torre en Siloé. Esa no es la pregunta adecuada, porque es un hecho: todos moriremos. La pregunta importante es: ¿Quieres morir una vez o dos, es decir, física y eternamente? Sin Cristo, habrá una muerte para siempre. No trates de calcular la justicia de Dios ni de suponer que quienes sufren ese tipo de tragedias en la vida son «peores pecadores» que tú. Lo que Jesús nos enseña es que, al ver esas desgracias, recordemos lo efímera que es la vida, dejemos el pecado y nos volvamos a nuestro Salvador, porque él promete perdonarnos.

Aplicación: J. C. Ryle comentando esto, dice: “Dejemos este asunto con un profundo examen de conciencia: ¿Nos hemos arrepentido? Vivimos en una tierra cristiana. Pertenecemos a una iglesia cristiana. Tenemos ordenanzas y medios de gracia cristianos. Hemos oído hablar de arrepentimiento con nuestros oídos, y cientos de veces. ¿Pero nos hemos arrepentido?”.

Todos necesitamos un extra de misericordia
La higuera plantada sin frutos (v. 6).
La higuera ilustra la necesidad de dar frutos, de mostrar evidencia visible de que pertenecemos a Dios y nos hemos arrepentido. Israel estaba allí, bendecido por las Escrituras del Antiguo Testamento, que anunciaban la venida de su Mesías, el Señor Jesucristo. Disfrutaban del privilegio de adorar en el templo, de estar en la misma presencia de Dios; sin embargo, perdieron la salvación que viene a través de una relación personal con Jesucristo. Pero la higuera no es solo una imagen de Israel, sino también de todos los que han recibido la bendición de los medios de gracia de Dios.

Hoy tenemos el privilegio de una Biblia en casi todos los hogares, la predicación de la Palabra de Dios cada domingo, la radio cristiana, la libertad de culto en nuestro país; pero Dios puede preguntarnos: «¿Dónde está tu fruto? No veo que vivas para mí». Fuimos puestos para dar frutos, y al creyente se le demanda “frutos dignos de arrepentimiento”. Observe la posición de esta higuera: estaba en la viña, es decir, no era silvestre. Recibía los cuidados del viñador: buena tierra y el agua necesaria. Por tanto, era natural acudir cada año a recoger fruto, pero el dueño “no lo halló”.

Déjala todavía este año mientras la cuido (v. 8b).
Al estudiar la higuera, descubrimos que es la única planta que da dos cosechas al año; esto significa que el dueño había perdido seis cosechas durante ese tiempo. Buscar frutos durante tres años y no encontrarlos debió ser la mayor decepción para aquel agricultor. En estas palabras se percibe claramente la gran paciencia del propietario. Debemos dar gracias a Dios por su amor y paciencia. El viñador dice: “No cortes el árbol todavía, dale un poco más de tiempo”. ¿No es esto precisamente lo que Dios hace con nosotros al darnos un extra de misericordia?

Él ha sido tan amoroso y paciente con muchos de nosotros. La realidad es que Dios tiene todo el derecho de llamarnos a su tribunal en cualquier momento, pero nos concede un día más de vida. Hay quienes aún no han venido a Cristo, no han sido salvos, y Dios les da una semana más desde el último Domingo del Señor. Nos permite vivir un día más, una semana más, excavando a nuestro alrededor y abonándonos con su Palabra, esperando ver si damos fruto. Sin embargo, la advertencia final de esta parábola es que la misericordia de Dios no debe tomarse a la ligera. La paciencia de Dios tiene un límite.

“Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después” (v. 9).
Aquí encontramos un recordatorio de una sentencia final. Las palabras clave de esta frase son “si no”, que dan luz verde al dueño de la viña para cortarla. ¿Qué ocurrió con Israel? No aprovechó el tiempo extra que Dios y su misericordia le dieron para producir el fruto del arrepentimiento; desechó el tiempo de gracia y visitación de Dios, y acabó siendo destruida. En el año 70 d. C., Jerusalén fue completamente destruida junto con su gente y su templo. La profecía de Jesús de que “no quedaría piedra sobre piedra” (Mateo 24:2) se cumplió.

La higuera no dio fruto y finalmente fue cortada. Es una imagen sombría y triste. Hay muchas personas que llevan años en la mejor parte de la viña del Señor, pero no dan frutos. En esta parábola, el cuidador de la higuera representa a Cristo, quien sigue siendo nuestro gran intercesor. Sin embargo, al no encontrar frutos, el Padre le dice al Hijo: “córtala”. Pero, ante esta inminente posibilidad, con toda razón, el Hijo responde: “déjala todavía este año”. He aquí una nueva oportunidad, una añadidura de gracia: “hasta que yo cave alrededor de ella y la abone”.

Esto se llama extensión de la gracia. ¿No había cuidado el viñador suficientemente a la higuera? Bendito sea Cristo que intercede ante el Padre: “déjala todavía este año”.

Medidos por la misma medida
Jesús enseñó que ni los que murieron asesinados por Pilato, cuya sangre fue mezclada con sus sacrificios, ni los que perecieron al ser aplastados por la torre de Siloé, eran más pecadores que los presentes; por lo tanto, no merecían ese castigo más que los demás, porque “no hay justo, ni aun uno”. Mientras algunos se entretienen en juzgar las desgracias ajenas para compararse, Jesús se interesa personalmente por ti: quiere llevarte al arrepentimiento, asegurarte su perdón y dar verdadero sentido a tu vida.

Además, debemos valorar la misericordia y la paciencia de Dios, que nos concede tiempo para cambiar y dar frutos dignos de arrepentimiento. No desperdiciemos la oportunidad que se nos ofrece hoy; permitamos que el Señor cave y abone nuestro corazón, para que, cuando llegue el tiempo de la cosecha, encuentre fruto en nosotros. Que el Espíritu Santo nos ayude a vivir cada día en arrepentimiento y fe, para que nuestra vida glorifique a Dios y experimentemos su salvación.

Fuente:
Julio Ruiz

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