Frecuentemente, observamos en la iglesia una falsa polémica entre los creyentes que enfatizan el orden en el culto, y los que insisten en la libertad y la espontaneidad en el Espíritu cuando la iglesia se reúne para adorar.
Muchas iglesias son tan insistentes en un servicio ordenado, bien coreografiado, que constriñen el Espíritu y estacan el libre fluir de las bendiciones que Dios quiere enviar a sus hijos mientras lo alaban con libertad y entusiasmo. Otras, tanto desean darle libre curso al Espíritu, que se van al otro extremo. Desdeñan las estructuras, se olvidan de los límites del tiempo, admiten cualquier expresión emocional o cualquier impulso de los hermanos, y terminan creando una mezcla poco saludable de emocionalismo desenfrenado y expresiones genuinas del mover de Dios en el servicio.
Pablo escribió 1 Corintios 14 para establecer un sano balance entre ambos extremos. Establece como punto de juicio elementos como el amor y la consideración por los demás; la atención a los nuevos creyentes y los no creyentes en el culto; un espíritu de servicio para con el prójimo; y la prioridad de buscar la edificación de los demás antes que la satisfacción personal. Estos son los valores que exaltan los principios fundamentales del Evangelio, las nobles actitudes que verdaderamente reflejan el espíritu de nuestro Señor Jesucristo, quien se despojó e incomodó a sí mismo para servir y salvar a los demás.
El apóstol Pablo nos llama a poner el amor y el espíritu de servicio a los demás por encima de la libre expresión de los dones, sobre todo cuando estamos en el contexto del culto. En el servicio, antes que satisfacernos a nosotros mismos expresando cualquier impulso emocional o aun espiritual, debemos considerar qué efecto nuestro comportamiento pueda tener sobre los que nos rodean.
No debemos hacer nada solo para edificarnos a nosotros mismos. Nuestro propósito principal debe ser sobre todo bendecir y edificar a los que adoran al Señor con nosotros. Por eso Pablo dice–y nos anima a imitarlo–«Prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida». El valor preponderante aquí no es el expresarme o edificarme a mí mismo. No es ni siquiera darle expresión pública a una energía genuinamente espiritual. Es, más bien, expresar el amor de Cristo, eximirme de hacer algo que pueda causarle confusión o serle de piedra de tropiezo a la persona débil e ignorante.
Se trata, en suma, de glorificar el espíritu amable y considerado de nuestro Señor Jesucristo, imitarlo en su comportamiento gentil y generoso. Esa es la mayor de todas las alabanzas, la más alta expresión del Espíritu compasivo y amoroso de nuestro Padre celestial. Al imitar al Señor en su infinito amor y compasión, lo exaltamos en una forma insuperable.
Muchos cristianos procuran ardientemente los dones, y cuando pueden practican el amor. Por eso tenemos tantas «iglesias corintias», con muchos dones y poco amor, muchas manifestaciones, y muchas divisiones.
Pablo dice en 1 Corintios 14:1, «Seguid el amor; y procurad los dones espirituales». Ese es el orden auténtico del Evangelio de Jesucristo: Primero, expresar el amor, el espíritu de abnegación y sacrificio que llevó a Cristo a la cruz. Luego, expresar los dones espirituales dentro del marco y las limitaciones del amor, lo cual siempre producirá gloria para Dios, y edificación para los hijos de Dios. Que Dios nos haga “niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (1 Cor. 14:20).