
Cuando el corazón está lleno de Dios, no solamente encontraremos a Dios en todas partes, sino también la verdadera libertad. Dios nos regaló su libertad en Cristo. No es la libertad en el sentido político, sino en el espiritual. La libertad, junto a la justicia, son dones preciados
que cimentan nuestra cosmovisión y convicción cristianas. Cristo es la completa libertad porque es la Verdad. Hablar de una verdadera libertad presupone que debe existir entonces una libertad que no es real, que es ficticia, o sencillamente que está instituida sobre valores que nada tienen que ver con los nuestros.
Cristo, al librarnos de la potestad de las tinieblas, y trasladarnos al reino de su amado Hijo (Col. 1:13) nos premió sin merecerlo con una libertad incomparable: nos libró de la ley del pecado, nos libró del legalismo insípido e impracticable de vivir bajos normas y preceptos para agradar al hombre y no a Dios, nos libró de la muerte eterna por medio de la convicción de pecado y el arrepentimiento y también nos libertó de la esclavitud que todos llevamos dentro producto de nuestra ignorancia. Jesús nos ha hecho libres a través de su Espíritu. Esta libertad es total. Salvación es liberación, pero jamás es libertad para pecar y hacer lo que queramos. La salvación viene por nuestra fe en Jesucristo, así que fe, salvación y libertad en Cristo conforman un triángulo poderoso que rompe todas las cadenas.
Lamentablemente hay un evangelio corrompido por el mundo, predicado en el nombre de Cristo para llenar las arcas personales de fortuna e iniquidad, que proclama una libertad más parecida al relajo y al libertinaje. El concepto que la Biblia nos da de libertad no es para que vivamos desordenadamente en franca oposición a la nueva vida que experimentamos en Cristo, no es para permitirnos pecar ignorando las consecuencias, no es para transgredir a ultranza los inmutables estatutos de Dios, sino es la libertad para evitar el pecado, rechazarlo enérgicamente, es para ser siervos de justicia.
El Padre celestial nos dio libertad de unirnos con el Cristo resucitado para poder dar frutos dignos de su nombre en una nueva vida. Es la libertad que no debe ser tropiezo para los débiles (1Co 8:9) porque cuando confundimos la libertad en Cristo con el libertinaje sin control, podemos arrastrar con nosotros a aquellos hermanos débiles en la fe que nos ven como cristianos maduros y querrán imitarnos creyendo que estamos haciendo lo correcto cuando es todo lo contrario. Confiar en Cristo como Señor y Salvador no nos da licencia para pecar y justificar el pecado bajo una falsa interpretación del “libre albedrío”.
La libertad en Cristo es hermosa y también – valga la redundancia -liberadora. Me libera de los afanes de intentar agradar a Dios con mis habilidades y mi actuación cristiana, me imparte la gracia que me dice a cada instante que es Él quien hace toda la obra, me recuerda que he recibido el Espíritu para que en mi condición humana renueve cada día los votos de rendición incondicional a mi Señor desde la perspectiva de su misericordia. Viví durante mucho tiempo sin entender mi libertad en Cristo, de hecho creo que de alguna manera seguía siendo esclavo para cumplir las normas religiosas que nos imponemos (o nos imponen) y que sólo sirven para aparentar una supuesta y dudosa santidad. El permanente temor de desagradar a Dio, no me dejaba ver el horizonte hasta que entendí el concepto de libertad. El escritor Ch. Trumbull escribió en una ocasión que la salvación es un regalo doble: la libertad de la paga del pecado y la libertad del poder del pecado.
Somos libres definitivamente con la libertad con que Pablo le escribió con gozo a los filipenses desde la cárcel por causa del evangelio. Te invito a que medites en esta verdad bíblica: la libertad en Cristo echa fuera el temor; donde está su Espíritu, allí hay libertad y tú yo somos morada de Él. No hay mejor razón para sentirnos libres. ¡Dios te bendiga!