La noticia del virus Ébola me lleva al Salmo 91. Tragedias de muerte. Siempre la muerte con su mensaje de desolación y tristeza. Siempre los pobres, los inocentes, pagando por «los platos que rompieron otros». Ningún virus sale de la nada, si no es el hombre quien lo provoca por su ignorancia o desobediencia. Un Ébola que asegura la muerte definitiva de seres humanos creados a la imagen y semejanza de Dios. La pobreza del hombre casi siempre asociada a la indiferencia que unos pocos le dan a su prójimo. Como siempre aclaro, mi reflexión es teología. Todo tiene que ver con Dios, todo se trata de Dios, hasta el Ébola. Cualquier plaga podría evitarse, cualquier pandemia encontraría contención. “El que habita al amparo del Altísimo, morará a la sombra del Omnipotente” (Salmos 91.1).
Especular sobre el origen del mal, no tiene sentido. Sabemos que es el corazón del hombre, la transgresión de la carne, las pasiones mundanas, la ambición por las riquezas. Mejor es pensar en lo que puede hacer Dios para aliviar el mal; quizás pensar en los médicos que reparten medicinas y evangelio a la vez. Aun la muerte puede darnos esperanzas porque Dios se gloria en las debilidades del hombre espiritual y aún tiene misericordias para los que se creen protagonistas de las curas y se olvidan de darle la gloria a Él. Él puede revertir el mal en bien.
Estamos rodeados de plagas que causan muertes cotidianas. La muerte diaria causada por sobredosis de alguna droga letal, ya ni siquiera ocupa espacio en los titulares de la prensa mundial. Día tras día mueren miles de adictos (más que por el Ébola). La tasa de suicidios no ha bajado sus indicadores diarios en los últimos 20 años a causa de la desesperación y la falta de esperanza (más suicidios diarios que víctimas del Ébola). El hambre asesina a más niños diariamente, que los estragos letales que produce hoy el Ébola. Son las plagas que se han hecho costumbre y de cuyos muertos casi nadie habla. “Diré yo al Señor: “Refugio mío y fortaleza mía, mi Dios, en quien confío.” (Salmo 91.2).
Él Ébola no viene del África, sino de la miseria. El Ébola está en el corazón del hombre. ¡Ah! pero qué distinto sería si el mundo si se volviera a Dios. “Pues El dará órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te guarden en todos tus caminos. En sus manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra” (Salmos 91.10.11). Tropiezos de indiferencia hacia el prójimo. La ciencia todavía no tiene respuesta para la cura del Ébola. Cristo sí. No hay vacuna que sane de raíz la enfermedad, el amor sí.
El amor puede derribar el Ébola para que no se propague. No hay enfermedad, ni virus, ni cepas que contagien al ser humano y se resistan al ideal de Dios de transformar al mundo con Cristo. El mundo podría ser mejor, pero con Cristo. Alguien dijo: si no eres parte de la solución, entonces eres parte del problema. ¡Tenemos la solución! Sólo nosotros. Ni tú ni yo la descubrimos, sino Dios. Costó una vida, un sacrificio sin igual y sangre de por medio para bendición de los hijos de Dios. Nuestro canto contra el Ébola viene de la boca de Dios: “Porque en mí ha puesto su amor, entonces lo libraré; lo exaltaré, porque ha conocido mi nombre. Me invocará, y le responderé; yo estaré con él en la angustia; lo rescataré y lo honraré; lo saciaré de larga vida, y le haré ver Mi salvación.” (Salmos 91.14-16). Oremos para que Dios obre según su potencia y poder, perdone una vez la necedad del hombre humana y termine con esta terrible epidemia.
¡Dios te bendiga!