Una de mis más profundas y sentidas peticiones a Dios es que produzca en mí un espíritu de humildad. La humildad del corazón es uno de los desafíos más difíciles para llevar una vida cristiana que agrade a Dios. ¿Por qué es tan difícil ser humilde? ¿Por qué aun pretendiendo ser espirituales y tratando de agradar a Dios en todas las cosas, el corazón nos engaña con su orgullo? Muchas veces me he descubierto en situaciones en que, queriendo mostrar en la práctica acciones cargadas de aparente espiritualidad, percibo en lo más profundo ciertas presunciones de orgullo y egocentrismo. Nadie puede imaginar cuánta frustración se puede sentir cuando sabes que Dios te ha “descubierto” en tales artimañas del corazón. Cuando esto ha sucedido, mi alma se busca la oración para ponerme a cuentas con Él.
La humildad se contrapone a la arrogancia, la soberbia y el orgullo. El engreimiento y la vanidad nos descalifican como cristianos desde antes de emprender cualquier buena carrera aun sustentada por la fe y, a fin de cuentas, no te dejan ver claramente el rostro de Dios. Cuando practicamos humildad, en primer lugar, estamos reconociendo delante de Dios que somos pecadores, que nada podemos lograr sin Él, que nuestra sumisión a su voluntad no es opcional. La humildad nos permite ser canal de bendición para otras personas siempre que tenga su origen en el corazón del mismo Dios. El Señor exalta al humilde (Salmo 147:6). Cuando disfrazamos la humildad con una falsa espiritualidad, le hacemos el juego al enemigo de este mundo y nos convertimos también en engañadores. …pero ¡cuidado!, no podemos engañar a nuestro Señor.
Cristo es el paradigma de la humildad por excelencia. Él se humilló a sí mismo como nadie (Filipenses 2:8); por su humildad hasta sufrir la muerte en la cruz, hemos sido salvados y heredamos hoy un futuro glorioso. ¿No es este motivo suficiente para echar por tierra toda presunción y vanagloria en nuestra cristiandad perturbada en ocasiones por las pasiones del mundo y, por el contrario, orar y encomendar nuestro espíritu a la humillación diaria a los pies de nuestro Señor?
La santidad de Dios, su grandeza y eterno poder manifestados en nuestro caminar cristiano, en lo que Él ha hecho en tu vida y en la mía, debieran ser suficientes para que vivamos acatando su voluntad y nos alejemos de toda manifestación de orgullo y soberbia. Vivir humillados delante de Dios, traerá gracia abundante a nuestra vida; “Dios… da gracia a los humildes” (Pr. 3:34) porque humillarse es renunciar a los vítores del mundo – e incluso de los hermanos de la fe- por los éxitos aparentes que logramos por la gracia de Dios y postrarnos, reconociendo a los demás como superiores a nosotros mismos. Jesús nos dejó un mensaje hermoso que resume todo lo expresado hasta aquí en un versículo que nos confronta con nuestras sutilezas y vacíos, pero que además nos anima a imitarlo con fe renovada y amor incondicional. El Señor nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29).
¡Dios te bendiga!