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La verdadera razón por la que nos cuesta orar

Hace unas semanas, un amigo me apartó después de nuestra reunión del grupo de comunidad. Habíamos terminado con unos veinte minutos de oración, tras el tiempo de conversación, y él se sentía retado pero también animado. Me dijo: «He sido cristiano por décadas, pero nunca he aprendido a orar». Luego añadió: «Sé que debo orar, pero no sé cómo hacerlo. Me encanta estudiar la Biblia y disfruto servir. Pero, por alguna razón que no puedo explicar, simplemente no oro de verdad».

Tengo alguna versión de esta conversación al menos una vez al mes, normalmente cuando una nueva persona o pareja se une a nuestra iglesia y trata de entender por qué damos tanta importancia a la oración. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué orar resulta tan difícil? Si la oración es un tema constante en toda la Escritura, de principio a fin, ¿por qué tantos cristianos sienten que no saben cómo orar y tienen tan poco deseo de cultivar una vida de oración?

Por supuesto, hay quienes aman la oración. No solo valoran la oración como concepto, sino que realmente oran. De forma profunda. Creen que la oración de verdad produce algo. Se sienten íntimamente conectados con Dios y, como resultado, sus vidas se caracterizan por una gentileza, una madurez creciente y una calidad relacional que muchos de nosotros anhelamos. ¿Qué saben ellos que nosotros no?

Hay muchas razones por las que la oración no nos resulta natural. Vivimos ocupados. No hemos sido instruidos en la oración. Es realmente difícil quedarse quieto por más de cinco minutos sin sudar por la distracción. Todo eso es cierto, pero creo que hay algo más profundo detrás. Recientemente, una fuente inesperada me ayudó a verlo con claridad.

Por qué realmente nos cuesta orar
Ricky Gervais es un comediante y actor británico, conocido sobre todo por haber escrito y protagonizado la versión original de The Office en la BBC. Sus monólogos no son precisamente limpios, y es un ateo declarado. Pero en una gira reciente, bromeó sobre su ateísmo y compartió su opinión acerca de la oración.

«La gente me pregunta: “¿Tú oras?” No. No me molesta que otros lo hagan. Algunos me dicen: “Estoy orando por ti”, y yo respondo: “Gracias”. Pero si cancelas la quimioterapia, entonces sí te voy a decir: “No hagas eso”. Haz las dos cosas. Ora y haz la quimio. Porque hacer ambas es lo mismo que solo hacer la quimio. Si vas a escoger una, elige la que funciona».

Al principio me reí. Gervais domina el arte de la comedia. Pero enseguida algo se asentó en mí como una nube oscura. Para entonces, yo había sido cristiano durante casi toda mi vida, alguien que oraba cada mañana al comenzar el día. Sin embargo, al reflexionar, me di cuenta de que los comentarios de Gervais quizás reflejaban mi propia perspectiva sobre la oración más de lo que me gustaría admitir. (No solo quizás; en realidad, así era). Mi compromiso con la oración solía ser agnóstico, como si creyera en la existencia de lo divino y afirmara mentalmente la importancia de orar, pero sin relacionarme de forma viva y personal con Dios.

Si hubieras presenciado lo débiles e inconstantes que eran mis oraciones en esa etapa, probablemente habrías pensado que no esperaba mucho de la oración, y que más bien confiaba en aquello que «funcionaba». Si hubieras observado mi rutina diaria de cerca, sin duda habrías concluido que dependía mucho más de mi intelecto que del Espíritu Santo, más de mis fuerzas que del poder de Dios. Me habrías visto cada mañana, en la práctica, decir unas cuantas oraciones débiles, abrir los ojos, amarrarme los Nikes y comenzar el día como si todo dependiera de mí.

O al menos, así fue hasta hace unos años, cuando comencé a descubrir el gozo y el poder de la oración.

Redescubriendo el gozo y el poder de la oración
Hacia finales de 2019, estaba experimentando un nivel peligroso de fatiga y apatía. Nada se estaba desmoronando por completo, pero me costaba sobrellevar la vida diaria. Mi vida espiritual estaba seca, y apenas podía sentir la presencia y el amor de Dios. Nuestra pequeña iglesia recién plantada tropezaba en esa etapa inicial, y nuestros tres hijos varones eran, al mismo tiempo, una bendición y un agotamiento constante. Mantenía mis ritmos de lectura bíblica, oración y comunión, pero me sentía desanimado y sin fuerzas.

Mientras más experimentamos la presencia de Dios en la oración, más volveremos a Él

Estaba funcionando con las misericordias y energías del pasado, y me acercaba al fondo del tanque. Comencé a clamar a Dios con una mezcla de lamento, acusación y súplica. La desesperación, al parecer, es un ingrediente clave en la oración.

En esa temporada de desierto, clamé a Dios con el espíritu de Lamentaciones 2:19:

Levántate, da voces en la noche
Al comenzar las vigilias.
Derrama como agua tu corazón
Ante la presencia del Señor.

El Señor me encontró con poder y ternura en esa etapa de derramar mi corazón en el desierto. No puedo decir que fue una experiencia repentina o explosiva —como las que he leído en las memorias de Agustín o Blaise Pascal— ni fui arrebatado hasta el tercer cielo. Pero en el transcurso de unos días, me sentí envuelto en las misericordias poderosas de Dios. Su presencia se volvió intensamente real y palpable. Su Palabra cobraba vida al leerla. Oraba durante horas sin detenerme. Incluso volví a intentar el ayuno, después de años de evitarlo.

Ahora bien, seamos claros: no me convertí en un experto en oración, ni en un supercristiano. Simplemente, mi caminar se hizo más profundo. Dicho de otro modo, llegué a entender estos momentos como tiempos personales de «refrigerio […] de parte del Señor» (Hch 3:19-20). Durante los meses siguientes, mi vida de oración floreció. Sentía una energía nueva para vivir. Mi dulce esposa, Jessie, estaba encantada de verme salir de aquel letargo. Mis hijos notaban un cambio en mí. En el contexto del ministerio, compartí tímidamente con nuestros líderes lo que estaba experimentando, y varios de ellos estaban atravesando algo parecido. Algo extraordinario estaba ocurriendo.

En estos últimos años, mi vida de oración ha tenido altibajos; han venido y se han ido muchas temporadas secas y devocionales matutinos sin poder. Pero, mientras más me adentro en la presencia de Dios, Él ha sido fiel y misericordioso en encontrarme con un amor creciente por Él y por los demás. Tal vez tú también conoces bien ese sentir. O quizás lo anhelas.

Hoy, simplemente estoy pidiendo más: más de la presencia de Dios, más fruto del Espíritu madurando en mi vida, más semejanza a Cristo mientras camino con Jesús. Buscar más de Dios no es un acto de insatisfacción, sino una oración confiada y serena, como la de un niño destetado que se sienta en el regazo de Su Padre, deseoso de estar plenamente presente con Él (Sal 131).

Lo que hace la oración
A menudo me vienen a la mente las palabras de aquel comediante: «No ores, haz algo que funcione». Pero sigo recordándome cuánto verdaderamente hace la oración.

¿Qué es lo que hace la oración?
La oración nos recibe en los brazos del Padre y nos reentrena para vivir desde nuestra identidad como hijos amados.

La oración revela nuestras vidas fragmentadas y nos llama a vivir con un corazón íntegro.

La oración es el medio por el cual Dios impulsa la historia hacia la renovación de todas las cosas; abre camino a avances reales.

La oración nos invita a enfrentar el dolor y el sufrimiento con honestidad y esperanza.

La oración nos abre a una vida de celebración y gratitud, y nos enseña a alabar.

La oración nos conecta más profundamente con otros creyentes y hace más fructífera nuestra participación en la misión de Dios.

La oración incrementa nuestra experiencia de la presencia y el poder del Espíritu Santo.

La oración nos reorienta hacia la eternidad—la nueva creación que ha de venir.

En resumen, la oración transforma. Y no soy el único que lo ha descubierto.

La oración funciona porque tenemos un Padre soberano y amoroso que se deleita en responder

En estos últimos años, junto con mi propio despertar espiritual, nuestra iglesia ha abrazado una visión renovada de la oración. Aún nos queda mucho por aprender, pero nos hemos convertido en una iglesia que ora. Nuestro calendario está lleno de reuniones de oración, y la gente ora con gozo, pasión y poder. Hemos visto a personas experimentar una sanidad interior profunda. Hemos visto matrimonios restaurados. Varios miembros han visto a amigos de toda la vida venir a Cristo y ser bautizados. Las vidas están siendo transformadas, y no es por nuestra música, ni por el nivel de producción, ni —ciertamente— por nuestras habilidades de predicación. Es por la oración.

Nuestras vidas carecen de poder sin la oración. La oración es el camino por el cual entramos a la presencia de Dios y accedemos a Su fuerza, Su paz y Su sabiduría. Mientras más experimentamos la presencia de Dios en la oración, más volveremos a Él. La oración cultiva hambre por Dios. Nos hace más satisfechos (contentos con menos) y, a la vez, más hambrientos por Su presencia (anhelamos más de Él).

Hay muchas razones por las que nos cuesta orar con profundidad. Pero no debemos temer que la oración no tenga efecto. La oración es poderosa porque Dios es poderoso. La oración funciona porque tenemos un Padre soberano y amoroso que se deleita en responder. Él nos invita a derramar nuestro corazón delante de Él. ¿Por qué habríamos de contenernos?

Fuente:
Jeremy Linneman

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