La oración comienza reconociendo la existencia y cualidades de Dios. Ésta es “la regla de oro de la oración”. Por medio de la fe creemos en la existencia de Dios y en la realidad de las cosas invisibles. De la misma forma, a través de la oración nosotros afirmamos nuestra creencia, ya que si Él no existiera no habría razón para orar. El origen de nuestras oraciones es Dios mismo. Solo los necios niegan su existencia (vea Salmos 14:1), pero Dios no espera que alguien crea en lo que no conoce. Nosotros creemos en Dios porque Él existe y se nos ha revelado. Todo entre Dios y el hombre comienza con el conocimiento de Dios.
Jesús dijo, “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”. (Mateo 6:9)
En otras versiones de la Biblia, la palabra “santificado” se traduce como “santo”, “sagrado” u “honrado”. Comenzamos a recibir la revelación de la oración cuando afirmamos o reconocemos la santidad de Dios y le damos honra, porque Él es digno de recibir nuestra adoración. No podemos simplemente entrar a Su presencia e inmediatamente darle nuestra lista de peticiones. Es más, no debemos presentar ninguna petición ante el trono de Dios, a menos que primero reconozcamos Su existencia y lo honremos por lo que Él es. De acuerdo con la regla de oro de la oración, debemos reconocer al Señor como Dios Todopoderoso, Santo, Padre eterno, Rey de reyes, Señor de señores, y el gran YO SOY.
Cuando no tomamos tiempo para afirmar y honrar a Dios, estamos cometiendo una violación a la regla de oro de la oración. ¿Qué hace nuestra afirmación? Reconoce y declara que nadie puede ponerle límites al Dios eterno. “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19). Escrito está, ¡Dios no es un hombre! Por lo tanto, nunca debemos pensar en Él y Sus capacidades en términos humanos. Él es la autoridad suprema del cielo y la tierra. Él es nuestro Creador y Padre, un Ser supremo con habilidades sobrenaturales, que demanda que le adoremos “en espíritu y verdad” (Juan 4:23-24). Muchas personas tienden a creer que Dios es un Ser lejano, que habita fuera de ellos. Una de las razones para creer esto es que, en el Antiguo Testamento, Dios solo se revelaba a Sí mismo fuera de los seres humanos porque, después de la caída de la humanidad, ya no moraba dentro de la gente. El caso de Moisés es solo un ejemplo. Cuando Dios llamó a Moisés, le habló desde una zarza ardiendo (vea Éxodo 3:1-4); luego, cuando Moisés le pidió a Dios ver Su gloria, él solo pudo ver Su “espalda” (vea Éxodo 33:18-23). Pese a lo extraordinaria que pudo haber sido esa experiencia, Moisés nunca tuvo la revelación de Dios habitando dentro de él.
Hoy en día, muchos cristianos siguen creyendo que Dios está lejos de su alcance, pero la relación del hombre con el Padre cambió después de la muerte y resurrección de Jesús, y luego de haber recibido el don del Espíritu Santo. La buena noticia es que Dios ahora vive en nosotros por medio de Su Santo Espíritu. Ese fue uno de los propósitos de la obra de Cristo en la cruz. Aunque Moisés nunca tuvo la revelación de que Dios vivía en él, todavía pudo hablar con Dios como un amigo. (Vea Éxodo 33:11). ¿Cuánto más podemos conocer al Señor como nuestro Amigo a través del Espíritu? Recuerde que cuando Jesús murió, el velo del templo que separaba a Dios del hombre se rasgó en dos. Desde entonces, aquellos que creemos en Él y lo hemos recibido en nuestras vidas tenemos libre acceso a la presencia de Dios, en cualquier momento y en cualquier lugar.
Dos maneras en que afirmamos a Dios es a través de la alabanza y la adoración. La alabanza consiste en reconocer Sus grandes obras, Su poderío, Su misericordia, Su grandeza, Su majestad y Su supremacía. Mediante la adoración reconocemos que Dios está con nosotros. Lo adoramos porque Él es digno de recibir nuestra adoración. Cuando alabamos a Dios, declaramos lo que Él ha hecho, está haciendo y hará a favor de Sus hijos. Durante la alabanza se producen grandes manifestaciones sobrenaturales, porque cuando afirmamos a Dios, Él confirma nuestra fe en Él.