Ser cristianos, como verdaderos hijos de Dios, significa ponerlo a Él nuestro Señor Jesucristo y su voluntad en primer lugar en nuestras vidas, incluso primero que la vida humana.
En la medida que transcurren las experiencias a través de las cuales Dios mismo nos santifica con su verdad, es cuando aprendemos del fulgor de las consecuencias de nuestros actos, de los cuales cosechamos experiencias.
El Señor opera en nuestras vidas organizando todo lo que no está en orden, tratando de que haya sabiduría en nuestros pensamientos, haciendo que el misterio de Dios se manifieste en nuestros alrededores y en nosotros mismos como el ángel de Jehová, levantándonos cuando caemos, fortaleciéndonos cuando nos sentimos débiles, socorriéndonos cuando queremos abandonarlo todo y renunciar a los designios de Dios que marcan nuestras vidas paso a paso con un destino de Salvación.
Es por eso que no podemos juzgar a nadie, porque en la mayoría de las personas que nos rodean o creen conocernos, no tienen la misma idea de los procesos de dolores que los sufrimientos le infringen al corazón cuando este llora en soledad, cuando muere de hambre por falte de pan, cuando le azota el frío de la indiferencia, del desamor, de la falta de compasión y misericordia que tenemos de nuestro prójimo.
No debemos juzgar a nadie, solo debemos prestar atención con amor, cuidado y delicadeza, porque cada uno es un deudor de su hermano por la gracia que hemos recibido de Dios para ser sabio.
Ser mujer cristiana y madre a la vez conlleva pasar por la vida a través de la pasión del sufrimiento que pueda causar las frustraciones que lleguen a la vida de sus hijos. Es vivir el sufrimiento de sus hijos y el dolor de su corazón.
La amargura del alma, la triste agonía de su corazón, donde la madre prefiere exponer su vida para salvar la de sus hijos antes que verlos sufrir la desdicha de la vida misma.
Un ejemplo de ello es ver a sus hijos encarcelados injustamente con una sentencia de años, verlos agonizar en la cama de un hospital desahuciado por los médicos, sufrir el desprecio de una nuera que no le permite disfrutar momentos con sus hijos y nietos, ser amenazada por la violenta furia de un desaprensivo, ser injuriada públicamente en una Iglesia poblada de hermanos y sus pastores, quienes no pudieron defenderla por el impacto de la catarsis de una hermana endemoniada. Ser la pastora auxiliar de sus hijos cruzando por el desierto del valle de la muerte, emocional, espiritual, económico y social.
Que bello y hermoso es ver la luz nacer antes los ojos de una madre que después del dolor del alumbramiento siente el aliento al tener en sus brazos a su hijo recién nacido.
Hace apenas dos semanas celebramos el día de las madres, un día especial y ya casi viene el día olvidado de los padres, que conmemora el ministerio de una madre, celebrándolo con expresiones del apego profundo que sienten los hijos por ellas y viceversa, quienes reciben regalos que simbolizan un reconocimiento a ese divino ser en su día.
Pero el mayor regalo que pueden recibir los padres es el respeto, el afecto, el amor, el reconocer su autoridad y su virtud, esos son los mejores obsequios que fortalecen su corazón y lo llenan de alegría, de paz, por haberlo criado bien como madre y padre. Estos regalos perdurarán para toda la vida, porque consagran el reconocimiento y los sacrificios del corazón por el amor de sus padres.
¡Muchas bendiciones !