Cierto día un cura católico, un pastor evangélico y un gurú se pusieron a discutir sobre cuáles eran las mejores posiciones para orar a Dios, cerca de ellos un técnico de una empresa telefónica los escuchaba atentamente.
«De rodillas es definitivamente la mejor manera de rezar», dijo el cura católico.
«No», dijo el pastor evangélico,» los mejores resultados se obtienen con las manos extendidas al cielo».
«Los dos están equivocados», dijo el gurú, «la posición más efectiva para la oración es tumbado boca abajo en el piso».
El técnico ya no pudo contenerse e interrumpió, » hola amigos, disculpen que me meta, la mejor oración que yo hice en mi vida fue una vez que quedé colgado boca abajo en la cima de un poste de teléfono a 15 metros de altura».
Cuando los apóstoles le dijeron a Jesús «Señor, enséñanos a orar», él no les dijo que debían poner sus cuerpos en una postura en particular o una posición determinada, pero en cambio les enseñó que debían llegar a Dios con una actitud de humildad, respeto y dependencia de él.
Podemos apreciar más claramente esto en Lucas 18, en esta parábola Cristo condenó al fariseo que llevado por su vanidad y su auto exaltación oraba para los hombres y no para Dios. Y alabó al publicano que oraba parado en el templo con su cabeza inclinada, y lo hacía con humildad de espíritu.
Dios ve con mucho agrado la oración sencilla y sobretodo la humilde, por eso a la hora de hacerlo es bueno revestirse de sencillez y humildad. Escrito está: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes» (1 Pedro 5:5).
Lo que da alas a la oración es la humildad del corazón de quien la realiza. En cambio. El orgullo y la autoestima desmedida le cierran la puerta de los cielos a cualquier plegaria. Quién se acerque a Dios debe despojarse de su ego y vanagloria personal. No puede ser engreído ni vanidoso, tampoco poseer una sobrestimación de sus virtudes y buenas obras.
Señor te pido así como el gran salmista David: «Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti. Oh Jehová, roca mía, y redentor mío». Salmo 19:14.