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La cruz es él camino que nos da poder para vencer

Mucha gente camina por la vida escuchando hablar de Dios, pero van como en un tren sin parada, sin haberse detenido a meditar siquiera por un segundo lo que el mundo cristiano celebra durante el periodo de Semana Santa. Muchas personas han oído hablar de Jesús y su sacrificio en la cruz; sin embargo, ¿cuántos se habrán preguntado el significado de este hecho trascendental para la humanidad?

Él pagó el precio. Por el pecado del primer hombre entró el mal al mundo. La serpiente sedujo a la mujer, Eva, engañándola, haciéndole creer que lo que Dios le había instruido era porque, si lo hacían, serian abiertos sus ojos y serían dioses, igual que el Creador. Y Eva, a su vez, convenció a Adán para que comiera del fruto del árbol prohibido.

Dios colocó al hombre (varón y hembra) en el Edén y, le instruyó a que de los frutos de los arboles del huerto podían comer, pero que del fruto del árbol que estaba en medio del huerto, no podían comer, para que no murieran. En Génesis 3:1 dice que la serpiente era astuta y le dijo a la mujer: “¿Con que Dios les ha dicho; No coman de todo árbol del huerto?”. En los versos 4-6 dice: “Entonces la serpiente dijo a la mujer:

No morirán; sino que sabe Dios que el día que coman de él, serán abiertos sus ojos, y serán como Dios, sabiendo el bien y el mal. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella”.

Dios cuestionó, enfrentó la desobediencia del hombre al preguntarle: “¿has comido del árbol que yo te mande que no comiera?” (11) “Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó, y comí. Y el Señor Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”. ¿Cuál es la simiente de mujer que hirió en la cabeza y aplastó toda obra de Satanás?

Existió un hombre que dividió la historia de la humanidad en dos, y es el único líder que ha resucitado de entre los muertos: su nombre es Jesús de Nazaret. Este Hijo de Hombre nació de una mujer que no conoció varón. Dios mismo sopló aliento de vida en Jesús para que el fruto, que era engendrado en el vientre de María, fuese llamado Hijo de Dios.

Por la sangre de Jesús corría la vida de Dios. La sombra de Dios cubrió a Jesús para que el alma que corría por su ser fuese santa, pura, sin mancha, como la de Dios. Por Cristo se hizo manifiesto el carácter de Dios.

Fue un hombre, Adán, el que pecó primero. La consecuencia del pecado era la muerte. De generación en generación, estábamos destinados a perdición eterna. Pero he aquí la buena noticia, la gran noticia de Dios para la humanidad: Juan 3:16 dice que “Dios amó de tal manera al mundo, que envió a su hijo unigénito, para que todo aquel que crea en él no se pierda, mas tenga vida eterna”. Fue otro hombre, Jesús, nacido de mujer, pero engendrado por Dios, no hechura de hombres, concebido sin pecado, varón perfecto y sin mancha, el que Dios envió para rescate de todos.

Al derramar toda su sangre en la cruz, Él pago el precio de nuestros pecados. La sangre del nuevo pacto, de Dios con el hombre, la vida de Dios mismo entregada por nosotros, nos limpia de todo pecado, nos salva, nos redime. Dios mismo se hizo hombre pagando el precio de nuestras iniquidades e inmundicias. La entrega de su vida, como acto de amor sublime en la cruz, es la antorcha de luz que nos abre las puertas del cielo para acceder a Dios.

El Espíritu Santo nos abre la comunicación con el Padre, para que podamos tener comunión de intimidad con el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Hay un nuevo tabernáculo inscrito en el corazón del hombre, capaz de abrir puertas donde todo luce cerrado, de crear donde no hay nada, de restaurar lo caído, de levantar hasta los muertos.

A precio de muerte en una cruz fue pagada la deuda de la muerte eterna del hombre. En la cruz, se desató el mayor poder de Dios manifestado en la tierra. La muerte en la cruz abrió las puertas a la gracia. Dios selló el nuevo pacto de amor eterno con el hombre en el sacrificio de la cruz, para que no vivamos según nosotros mismos sino en la fe de aquel que se entrego a sí mismo por nosotros, por amor. Rom. 6:4 dice: “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”. En la cruz se desató el poder de la resurrección, para que por ese poder de Dios manifestado en nosotros, por su resurrección, tengamos vida nueva, si creemos en él.

El camino es la cruz (II). Por el pecado de un hombre entró el mal al mundo, por la justicia de otro entró la gracia. Uno desobedeció y otro obedeció y se sometió hasta la muerte, y muerte de cruz. Por el pecado de uno entró la muerte al mundo, por la muerte de otro la vida.

Por la fe de Abraham, Dios bendijo todas las naciones de la tierra; por la fe en Jesucristo, tenemos vida eterna. Por la sumisión de Isaac, la justicia de Dios se manifestó en Jesús, en que siendo Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojo a si mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Dios entregó a su hijo unigénito por amor, para darnos vida eterna.

Jesús es el Cordero de Dios, inmolado sin mancha, puro e inmaculado. No necesitamos de sangre de animales, de corderos ni machos cabríos, porque la sangre de Jesús tiene poder de expiación y redención. Mateo 26:27-29 dice: “Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: «Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados. Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre».

La sangre de Jesús nos limpia de todo pecado, de toda iniquidad, de toda inmundicia. Él cargó con nuestras debilidades para hacernos fuertes. Molido fue por nuestros pecados, para que podamos ser perdonados y podamos beber cada día de la fuente de su perdón.

Podemos cambiar por autoayuda, libros, psicólogos,…pero la única transformación que permanece es aquella que surge de haber sido purificados en nuestra alma, nuestro ser, nuestro carácter, por el poder de la sangre de Jesús y el poder de su resurrección.

El pueblo elegido recibió la herencia espiritual de la promesa. La ley establece el orden, pero la gracia y la verdad manifestada en Jesús establecen, en la plenitud de los tiempos, la llenura de Dios por la perfección manifestada en su amor. El anuncio profético era una reafirmación de la promesa de Dios a su pueblo. En Jesús, se cumple toda palabra dada por Dios a los hombres.

Para salvar la vida, tenemos que perder la vida, por su causa. Para vivir, hay que morir a la carne, a las pasiones, a los deseos que nos esclavizan. La felicidad solo la adquiere el hombre por el gozo, el amor y la paz que solo Dios puede dar. Nuestra mirada no debe ser puesta en lo que este mundo ofrece. El sistema de este mundo es de corrupción, destrucción y muerte. Jesús puso su mirada en el Padre. Nuestra mirada hay que ponerla en Jesús. Jesús hizo la voluntad del Padre, para que nos postremos delante de Él cada día para hacer su voluntad.

Caminando en el poder de la cruz. Para cargar la cruz, hay que negarse a si mismo primero. Negarse a sí mismo es renunciar a nuestro yo, al ego, a la autosuficiencia, para que nazca el carácter de Cristo en nosotros. Jesús nos enseñó con su ejemplo, para que sigamos sus huellas. Al que nunca cometió pecado, por nosotros lo hizo pecado, y Jesús se entregó en una cruz, para darnos vida. Para tener vida, hay que morir. Quien no se niega a sí mismo y carga con su cruz, no puede experimentar la vida verdadera.

Hay que ser lavados día a día por la sangre de su perdón, hay que acercarse a la perfección de Cristo a través del poder que se desató en la cruz por el derramamiento de su sangre, el cual nos permite regenerarnos, restaurarnos, ser liberados y ser sanados.

No se trata de un día, ni cuarenta días al año, es toda una vida, es diariamente que debemos fortalecer nuestro carácter para dar frutos abundantes de bendición. El apóstol Pablo dijo en Ga. 2:20 “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Día a día hay que crucificar la carne, el ego, las pasiones y deseos que el mundo nos ofrece.

La cruz es el camino que nos da poder para vencer. Su sangre nos limpia primero, para luego transformarnos a su imagen y semejanza. La Biblia nos dice en Ga. 5:24-25 dice: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”. El camino a la vida plena es a través de la cruz, crucificando nuestra carne, el ego y los deseos de este mundo, y “despojándonos del hombre viejo, viciado conforme a los deseos engañosos, y ser renovados en nuestra mente, conforme al hombre nuevo creado por Dios en la justicia y la santidad de la verdad”. (Ef.4:21-24) Rom. 6:7-9 dice: “Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió al pecado, murió una vez por todas; más en cuanto vive, para Dios vive. Así también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

Pastor Juan Betances

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