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La Compasión y la Santificación. Caminos de Misericordia en la Vida Cristiana

Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el SEÑOR de los que le temen. Salmos 103:13

La santificación es difícil y un esfuerzo de toda la vida. No hay una ruta fácil y las caídas son inevitables. La contradicción y la inconsistencia son parte de la experiencia cristiana. Debemos tener compasión y paciencia con nosotros mismos y con los demás. Debemos liberarnos de la condena y enfocarnos en sujetar nuestra carne a los principios de la Palabra de Dios. Dios es compasivo y paciente con nosotros porque sabe que somos imperfectos.

La santificación no es para cobardes. Es agónico, y es el esfuerzo de toda una vida. No se trata de un asunto blanco y negro, todo o nada. Al recordar los accidentes y peripecias de nuestra propia jornada de crecimiento, podemos identificarnos con los que luchan con adicciones, deformaciones emocionales y ataduras de diversos tipos. Cuando reconocemos lo complejo, arduo y sutil que es el proceso de la santificación del creyente, esto nos permite ser más entendidos y pacientes con aquellos que experimentan caídas y fallas en su propio peregrinaje espiritual.

La contradicción y la inconsistencia son parte inevitable de la experiencia cristiana. La formación de un hijo o hija de Dios inevitablemente involucra caídas penosas e inconsistencias que han de contradecir las aspiraciones más nobles del alma. Esto no es necesariamente indicio de una perversidad personal, sino producto de nuestra condición genética de seres caídos e imperfectos. No cabe la menor duda de que personajes bíblicos como Josafat, Abraham, David y Pedro, amaban apasionadamente a Dios. A través de toda su vida, dieron muestras de que estaban dispuestos a tomar grandes riesgos y afrontar grandes peligros para defender los intereses del Reino de Dios. Sin embargo, su condición de hombres caídos, propensos al pecado y a la desobediencia a pesar de sus mejores intenciones, los llevaron a pecar y errar en más de una ocasión.

Al detenerse a enfocar los momentos bajos de la biografía de estos personajes, la Palabra los humaniza. Los saca de la estratósfera espiritual y los hace descender a nuestro nivel. Les permite trascender su época, alcanzarla a través de los siglos y hablarle a nuestra propia experiencia moderna. Nos provee la oportunidad de ver cómo gente que amaba tan profundamente a Dios podía también fallar en maneras tan dramáticas. Al analizar el alma tan compleja y matizada de estos hombres y mujeres de Dios, podemos entender mejor los resortes que mueven nuestra propia experiencia, y tener una comprensión más cabal de los principios que rigen el proceso de la santificación del creyente.

El salmista declara en el Salmo 103:13 y 14:
13 Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece de Jehová de los que le temen.

14 Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo.

Dios se compadece y es paciente con nosotros precisamente porque Él sabe que nuestra naturaleza misma nos conduce inexorablemente al pecado. Por más que queramos, habrá momentos en que nuestra condición biológica misma nos hará tropezar y pecar contra el Dios que tanto amamos y queremos agradar. Por eso también el escritor de Eclesiastés declara: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20).

Ese entendimiento sobrio y complejo de la condición de todo ser humano nos debe llevar, entonces, a una actitud de profunda misericordia y paciencia para con los demás. A la misma vez que nos alentamos entusiastamente hacia la santidad y la perfección a la cual nos llama la Palabra, debemos hacer provisión para los momentos de inconsistencia que inevitablemente vendrán.

Esa actitud tolerante no sólo nos permitirá perdonar a otros cuando nos fallen, sino que también nos permitirá perdonarnos a nosotros mismos cuando le fallemos a Dios. Paradójicamente, cuando asumimos esa postura iluminada, quedamos libres para agradar a Dios y hacer su voluntad. Al rehusarse a condenarnos a nosotros mismos o a los demás, liberamos energías que podemos entonces canalizar hacia la verdadera batalla de sujetar nuestra carne a los principios de la Palabra de Dios.

¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. Romanos 8:33

 

 

 

Fuente:
RM

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