El cristiano no debe sorprenderse si el mundo le aborrece. La Palabra que nos dio el Señor, si ha calado en nuestra vida y da señales de transformación de la manera en que vivimos, va a mostrar que nos somos de este mundo. La Palabra tiene también el propósito de santificarnos (separarnos) para la gloria de Dios.
Desde que somos depositarios de la Palabra de Dios y luchamos por hacerla realidad en nuestras vidas, el mundo comienza a tornarse en el lugar adonde ya no pertenecemos. Una falsa interpretación del concepto “mundo” llevó a muchos hombres y mujeres a convertirse en ascetas, o sea, a vivir religiosamente con sobriedad como ermitaños, apartados totalmente del mundo y de la sociedad para dedicarse solamente a la oración, la meditación y la comunión con Dios. Pero ese no es el mensaje del evangelio de Jesucristo. Él anhela todo lo contrario: aunque no somos del mundo, hemos sido enviados al mundo a cumplir una misión gloriosa.
Cuando la Biblia habla del mundo, no se trata de las personas, sino de todo imperio y fortaleza espiritual que opera en el individuo para que se aleje de los designios y de la voluntad de Dios. Estas fuerzas operativas son siempre atractivas y por supuesto, pecaminosas. El pecado es el bufón del mundo, y convierte al hombre natural en marioneta, que, como títere del diablo, se mueve por voluntad de él, se rebela contra Dios y lo convierte en su enemigo. El mundo es el escenario terrenal donde el cristiano tiene que interactuar y pelear con las armas del Espíritu. ‘No por el poder ni por la fuerza, sino por mi Espíritu,’ dice el Señor de los ejércitos. (Zacarías 4.6)
Dios amó tanto al mundo que le aborrecía, que envió a Jesús: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito (único), para que todo aquél que cree en El, no se pierda, sino que tenga vida eterna. (Juan 3.16)
No somos del mundo porque por Cristo y a través de Cristo, estamos separados para Dios, por su gracia y no por obras. Aunque nos parezca increíble, debemos concientizar que nuestra ciudadanía está en el cielo. La sangre de Cristo en la cruz pagó el costo de nuestra nueva ciudadanía, el valor de nuestros pasaportes para, desde este presente, viviendo en este mundo, tener una perspectiva de la eternidad.
Él nos trasladó de las tinieblas del mundo y nos trajo a su luz admirable. “Yo, la Luz, he venido al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. (Juan 12.46). Me pregunto cómo puede haber personas que rechazan la Luz y aman las tinieblas. Me pregunto si en realidad estamos siendo luz en un mundo velado por las tinieblas.
No es de extrañar que seamos rechazados por el mundo. El mundo no sabe que la palabra de Dios en Cristo nos da poder para hacer la voluntad de Dios. Tener a Cristo es tener la Palabra de Dios. Jesús es el verbo encarnado. La Biblia tiene un hilo conductor desde Génesis hasta Apocalipsis y es la promesa de una redención que comienza con Cristo y terminará con Él. El enorme desafío es vivir en el mundo y ya no ser parte de él, rechazar esas fuerzas opuestas al reino de Dios y aun así, amar a las personas como Dios las ama, sentir compasión por las personas que no tienen a Cristo, sea un simple ser humano o un arrogante multimillonario.
¿Cómo estamos influyendo en este mundo con la Palabra de Dios? ¿Estás dando palabra de vida eterna al mundo? Ese es el reto nuestro. Imitemos a Cristo. Él nos prometió su compañía hasta el fin. “…y ¡recuerden (he aquí)! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mt 28.20)
¡Dios te bendiga!