Generalmente cuando pensamos en el ejemplo de Cristo en su labor de servir a los demás nos viene a la mente el acto del lavamiento de los pies que practicó a sus discípulos en el Aposento Alto antes de la última cena, un acto de humillación y una lección de suprema humildad del Señor que en algunos predios religiosos se celebra casi literalmente para ejemplificar el espíritu de servicio que deben poseer los líderes hacia las personas que ministran (Juan 13. 1-20).
El espíritu de servicio no es una opción. La escena que nos narra el apóstol Juan en el pasaje mencionado da testimonio de un Señor que se humilló a lo sumo en un acto inesperado (por los discípulos) de su amor. Dios humillado para hacer una tarea de sirviente, Dios lavando la suciedad traída del mundo, abandonando su silla en la mesa pascual – símbolo del trono y de su autoridad como Maestro y Señor -, despojándose de su manto (v. 4) – como dejando su grandeza a un lado – y ciñendo la toalla en su cintura para lavar los pies, incluidos los de aquél, que una horas más tarde, le iba a traicionar. Era la última noche que el Señor estaría junto a sus discípulos antes de su martirio en la cruz.
Quiero significar los versículos 4 y 5; “…se levantó de la cena y se quitó el manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía ceñida”.
Jesús cambió el manto que cubría su cuerpo por una simple toalla ceñida a su cintura. Cristo abandonando por un momento su majestad y grandeza para asumir una naturaleza de sirviente. El manto, símbolo de la autoridad y señorío de nuestro Dios en su condición de hombre. La toalla, signo del instrumento de amor para limpiar y secar las impurezas, los vicios, las perversiones, los desenfrenos y libertinajes, porque Jesús, quien no deja de obrar misericordias en nuestras vidas, intenta lavar los pies de sus discípulos de hoy día tras día.
Todos nosotros vestimos un manto, ese algo del que nos cuesta trabajo despojarnos para servir a los demás con verdadero gozo y devoción cristiana. Servimos, pero por conveniencia; ayudamos a otros, pero esperando algo a cambio. ¿Orgullo? ¿Falsa modestia? ¿Hipocresía? Hubo un tiempo en mi vida en que me cubría con un manto semejante, pero Dios tuvo la gentileza de quitarlo para mostrarme mi propia desnudez. Servir a aquellos que aparentemente poco o nada contribuyen a nuestras vidas puede convertirse en aprovechamiento religioso, pero no cristiano.
Jesus era el ejemplo y se ponía de ejemplo colocándose en el lugar del siervo. Se humillaba a los pies del Judas traidor quien facilitaría la gestión de Su muerte. La grandeza de nuestro Señor se manifestó en este ejemplar acto de amor y recordaba a los discípulos sus propias enseñanzas: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo .’ “Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen” (Mt 5.43-44). Amar a quienes se declaran nuestros enemigos será siempre una prueba grande en nuestras vidas, pero la palabra de Dios es infalible, de manera que no tenemos excusa para, por lo menos, no intentarlo. Imitar a Cristo en el servicio es un acto de total entrega que sepulta toda amargura del corazón para que el amor de Dios aflore y prevalezca por encima de todo beneficio personal. Habrá que quitarse el manto, que puede significar, desde lo más preciado, hasta los sentimientos más oscuros, para poder ofrecer el servicio que el Señor espera de sus hijos.
El Señor nos da cada día la oportunidad de descubrir múltiples áreas en nuestra vida cristiana en las que podemos servir a los demás. Sólo necesitamos de sabiduría de lo alto e imitar el ejemplo de nuestro Salvador (la sabiduría es la habilidad de ver la vida desde la perspectiva de Dios por la obra y gracia del Espíritu Santo). Hasta que no lleguemos a conocer esta forma de servir, posiblemente nuestro crecimiento espiritual estará detenido. Oro para que el Señor te ciña su toalla.
¡Dios te bendiga!