Esta es una invitación a la imitación del Cristo vivo. El Cristo que nos llegó a los latinoamericanos de la Europa del siglo XVI con el coloniaje y que nos acompañó hasta principios de siglo XX era el símbolo de la cultura del sufrimiento y de la muerte. Un Cristo triste, retratado o esculpido básicamente en dos facetas y actitudes: como un niño tierno de ojos celestes en el regazo de su madre terrenal; o de adulto, con sus ojos cerrados, cuerpo ensangrentado, agónico, místico, sin poder, su cuerpo lacerado y herido mostrando la huella de toda la ira de los hombres y de Dios, sin alma, sin esperanza, impotente. Un Cristo sólo para inspirar compasión y lástima. Un Cristo sin gracia, “molido por nuestras iniquidades” (Isaías 53.5), pero sin perspectiva para la humanidad. En aquel Cristo importado no había signos de victoria sobre la cruz; la resurrección y la vida para esperanza de los pecadores estaban ausentes en el mensaje visual. Ser desafiado a predicar la Buena Nueva con este trasfondo de tristeza y muerte pareciera ser un acto casi imposible. ¿A quién imitar? ¿Para qué imitarlo?
El mensaje no está completo sin el Cristo vivo: el Cristo Redentor; el dador de una vida nueva, el barredor de pecados y tristezas, el que perdona, el que corona con gracia y brinda una paz incomprensible para la mente y corazón humanos, el que se humilla y fue obediente al Padre hasta la muerte (Filipenses 2), el que responde a la oración que se eleva conforme a su voluntad. A este debemos de imitar.
Cristo nos ha dado una identidad, lo que significa que todos somos idénticos (iguales) en Él y esa sola razón es suficiente para que no descansemos en la imprescindible y difícil tarea de intentar conocerle cada día más. Conocerlo a Él es conocer a quien le envió. Si no conocemos al ejemplo (el modelo), entonces no sabemos bien a quién vamos a imitar. ¿Quién conoce a Cristo, su mente, su corazón, lo suficiente como para auto-titularse cristiano al 100%? ¿Quién lo ha imitado de tal manera que ha alcanzado un grado sumo de santidad? La meta es Cristo, la carrera hacia Él es en sí el propio desafío a correrla sin importar el premio. Pablo declaraba a los corintios: “Sean imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo. (1 Co 11.1) y a los efesios: “Sean, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Ef 5.1). Pablo no estaba ensalzando su carrera como seguidor de Cristo, sino brindando un testimonio apostólico digno de imitar porque estaba sustentado en una verdad: él intentaba imitar a Cristo.
Hoy casi un tercio de la población mundial dice seguir a Cristo,…pero ¿cuántos tratan de imitarlo? ¿Por qué imitarlo? Porque Él es el centro de la historia, el centro de las Escrituras, el centro y corazón de la misión de su iglesia. Sólo Cristo es digno de imitar. Les invito, amados hermanos y hermanas, a mirar juntos algunos de los aspectos más relevantes expuestos en el Nuevo Testamento que nos motivan a imitar al Cristo vivo e incomparable, con el ruego de que Él nos bendiga en esta itinerario espiritual. Hemos sido llamados a imitarle (1 Pedro 2.21).
¡Dios nos bendiga!