¿Cuántas veces muchos de nosotros hemos decidido no orar públicamente sobre un asunto por temor de fracasar y quedar mal ante los demás? ¡Seamos honestos! Ese tipo de omisión, nacida de una actitud defensiva y falta de fe, representa una sutil expectativa de derrota que le roba poder a nuestras oraciones.
Cuando le dejamos saber a los demás que estamos orando sobre un asunto específico, establecemos un compromiso espiritual que le añade poder y peso a nuestras oraciones. Al verbalizar nuestras peticiones en una forma pública, esto constituye un acto profético, una declaración de fe que desata el poder de Dios y vigoriza nuestra oración.
Evidentemente, esto no se aplica a ocasiones en que el Espíritu mismo nos dirige a reservar en privado ciertas peticiones íntimas que sólo en un momento posterior, o quizás nunca, sean compartidas con la gente alrededor nuestro. Pero por lo general, la externalización de nuestras peticiones y decisiones espirituales representa una declaración de guerra a los principados que pretenden agobiarnos, y una fuerte declaración de confianza en la fidelidad de Dios.
Yo le digo a mi congregación, “¡Comprométanse! Amárrense a sus metas espirituales. Declárenlas. Compártanlas con dos o tres personas que crean y recuerden lo que ustedes han declarado”.
Hay un momento para cultivar las visiones de Dios en silencio, en quietud y privacidad. Pero también llega el tiempo para anunciar la visión, para declararla, y profetizarla (Hab 2:2). De esa forma, uno queda comprometido y atado a su declaración de fe, y resulta más difícil echar para atrás y abandonar el campo de batalla prematuramente cuando la cosa se ponga dura y difícil.
Dios honra la fe de aquel que le cree lo suficiente como para compartir con otros lo que le está pidiendo. Declara tus visiones y tus peticiones a los que están alrededor de ti. Esa declaración pública se convertirá en una palabra profética que desatará el respaldo divino sobre tu petición y traerá la respuesta que necesitas.