Yo no conocía a Daynaris, ni su ciudad, ni sus parientes, ni su casa. Pero allí me llevó el Señor acompañado de hermanos de la iglesia local. Daynaris abrió la puerta de su habitación con dificultad. Y antes que yo pronunciara una palabra me dijo. -No malgaste su tiempo señor; hace tiempo que perdí toda esperanza-.
El corazón se me esponjeó al contemplar el rostro de aquella bella mujer de 35 años, con una hija de 9, abandonada por su marido, postrada en su silla de ruedas a causa de un fatal accidente que la condenaría para siempre a una penosa inmovilidad y deformidad de sus miembros inferiores. –La esperanza es lo último que se pierde-, le contesté mecánicamente, como intentando aliviar su pena con este dicho del refranero popular.
Todos los milagros de Jesús vinieron a mi mente. La historia del paralítico llevado a los pies de Jesús por sus amigos narrada en el evangelio, la historia del apóstol Pedro y el paralítico Eneas en la ciudad de Lida (Hch 9). Y la historia de mi fraterno Idalberto, un hermano de la fe que cayó en su juventud desde la cima de un árbol inmenso y ya no pudo caminar jamás. Pero Daynaris era diferente. Alimentaba una convicción atea enraizada en su corazón sufrido. Aquel fatídico evento que la mantuvo en coma varios días, la trajo a la vida con una convicción definitiva: -Dios no existe, señor, por mucho que Ud. me explique, no va a funcionar-.
No es nada fácil hablar humanamente de esperanzas a un corazón sufrido que ha pasado por el fuego de la desgracia. Pero Dios sí puede. Y pudo, en el caso de Daynaris.
En un impulso osado y sobrenatural, le tome las manos y le dije dulcemente:-No te rindas a la vida hija; Cristo es tu esperanza-. Y el mismo impulso me llevó a abrir la biblia “como al azar” para ver reflejada en toda su belleza la poderosa palabra de Dios. El versículo me entró por los ojos como un rayo de luz y se lo leí a Daynaris inmediatamente: “Pero yo he puesto mi esperanza en el Señor; yo espero en el Dios de mi salvación. ¡Mi Dios me escuchará!” (Miqueas 7.7)
Y entonces fue ella quien alargó sus manos hacia las mías, entre sollozos, y me dijo unas palabras que nunca olvidaré. –Señor, yo creo que Ud. tiene las manos de Dios-. Fue un shock de emociones producidas por el Espíritu lo que aconteció después. Lloré también, y le abracé simplemente como un padre puede abrazar a una hija. Otra vez recordé a Pedro: “Más bien, honren en su corazón a Cristo como Señor. Estén siempre preparados para responder a todo el que les pida razón de la esperanza que hay en ustedes”. (1 Pedro 3.15).
Ese es el milagro del evangelio de esperanza. Una mujer que se creía atea, sintió por un momento la presencia de Dios en su vida con un toque de aliento y consolación venida de la mano de una persona común y ordinaria. Le propuse orar y entregarle la vida a Jesús y al coro familiar se unieron su hijita y su madre. Y la casa se llenó de oración…y de esperanza para Daynaris y su familia
– Nunca lo voy a olvidar – me dijo al despedirme.
–No te olvides de Dios- le contesté. – Ah, y no pierdas la esperanza -.
Esta historia es para gloriar al Señor. Hay Daynaris por ahí, paralíticas o no, que se han quedado sin esperanzas y necesitan del toque de Dios. Tú puedes ser ese canal de bendición y cuentas con el poder del Espíritu para hacerlo.
¡Dios bendiga su Palabra!