Un pueblo unido, será difícil de vencer. Toda la virtud de un pueblo descansa en su sentido de la unidad y en la certidumbre de aquellas convicciones que se convierten en valores con el tiempo. Las convicciones engendran los valores. Hoy mucha gente habla de valores: valores éticos y morales, valores del comportamiento y la conducta social, valores de la familia, del matrimonio, de la paternidad, etc. La iglesia es un pueblo regido por valores: los valores del Reino, los valores de Cristo. Estos valores deben traducirse en la iglesia en el amor al propio Dios, en fidelidad a su palabra y en consecuencia, en el amor de los unos por los otros.
El amar a Dios es mandamiento y ley y la única garantía de que, empoderados por su Espíritu, podamos seguirle en todos sus caminos y servirle con alma y corazón.
La historia de la conquista de la tierra prometida es nuestra propia historia; las cualidades del pueblo que Dios comenzó a levantar como nación escogida siglos antes de Cristo, resultan inspiración para el cristiano de hoy: unidad en torno al Dios verdadero, obediencia y fidelidad a su palabra, adoración centrada en su persona y atributos.
Muchas veces las buenas intenciones quedan anuladas por el exceso de emocionalismo en las maneras que hacemos las cosas para Dios sin buscar antes su consejo. En este capítulo de la historia del pueblo de Israel (Josué 22), una parte de la congregación decidió levantar un altar enorme del otro lado del Jordán, pero el Señor había establecido ya otro lugar para su adoración. Parecía que se estaba gestando una división en el pueblo al que Dios le había concedido reposo y paz después de arduas batallas. ¿Para qué un segundo santuario, por qué erigir un nuevo altar de adoración tan grande e imponente que hasta podía verse desde el otro lado del Jordán? Se preguntaban los israelitas. Era necesario conocer los motivos y dirimir el conflicto que esta acción implicaba. Cañón contra diplomacia.
La primera reacción de los israelitas fue alistarse para combatir a sus propios hermanos, la segunda, fue enviar una embajada de gentes respetables de la congregación a ventilar el asunto y buscarle solución a través de la negociación. Triunfó la piedad y la misericordia; la diplomacia que viene del amor a Dios. La intensión de los acusados era simplemente levantar otro altar para testimonio como símbolo de la unidad del pueblo que fuera recordado por las futuras generaciones. Su error, no haber consultado al Señor. Acusados y acusadores – ambos miembros del pueblo de Dios—se extendieron las manos y el conflicto quedó resuelto de tal manera que se escuchó decir en la congregación: “Ahora estamos seguros de que el Señor está en medio de nosotros…” (Josué 22.31).
Sucede así en muchas de nuestras iglesias. Levantamos altares alternativos y nos distraemos de la verdadera adoración; nos enfocamos en las cosas del hombre y no en la belleza y majestad del Señor. Si el audio o el proyector se descomponen, los ánimos bajan para adorar. Si no está lleno el templo, no tiene mucho sentido entregarse a una genuina adoración. Los conflictos surgen en la iglesia porque falta el perdón y la misericordia; preferimos murmurar sobre un asunto y sus implicados, antes de acercarnos piadosa y cristianamente a ellos, escuchar sus motivaciones y pedir una explicación. Los malos entendidos abundan cuando se hace caso únicamente a la murmuración. Se quiebra la unidad y se parten los miembros del cuerpo de Cristo. El diablo se roba los aplausos de los oportunistas ingenuos que le hacen juego a sus emociones.
El Señor Jesucristo quiere una iglesia unida, cuyos miembros enarbolen bien en alto la doctrina del perdón y la piedad, la práctica del compañerismo y la fraternidad. Para que el mundo crea, debemos estar unidos, unánimes en el sentir, rectos en el andar, dispuestos a dar lo mejor de cada uno de nosotros al Señor de la iglesia. A pesar de las tormentas, de murmuraciones, de malos entendidos, de la fragilidad de los débiles de fe, el Señor quiere unidad de su pueblo…a toda costa.
¡Dios bendiga su Palabra!