En Éxodo 13:21-22, el Señor iba delante de los israelitas para guiar sus pasos. Aunque yo (Jessika) no pude verlo en ese momento, estoy convencida de que el Señor iba delante de mí durante mi último embarazo.
Cuando los pensamientos intrusivos se cocinaban a fuego lento en mi segundo trimestre, hice todo lo que pude para contrarrestar las mentiras con la verdad bíblica. Pero cuando la preocupación y el temor llegaron a un punto de ebullición, llevé mis preocupaciones al Señor. ¿Qué estaba pasando espiritualmente que yo no podía ver? ¿Cómo debía orar? Me faltaba claridad y me sentía confundida. ¿Tenía que orar por el parto? ¿Era por mi hijo? No sabía lo que me esperaba, pero confiaba en que Dios sí lo sabía. En el sofá de mi sala de estar, el Señor me guió a marcar con un círculo determinados salmos y a comprometerme a orarlos.
Durante un mes, oré fielmente esas oraciones encerradas en círculos y para que mi temor y ansiedad desaparecieran. Pero cuando mi hijo nació en nuestra casa a las cuarenta y dos semanas, pesando solo dos kilos y medio, me di cuenta de que la crisis no había terminado, sino que acababa de empezar.
Él nos prepara para la crisis
A las treinta y seis horas de vida, Ezra sufrió una convulsión en mis brazos: a una extraña sacudida le siguió una extraña quietud y la mirada brillante y vacía de mi hijo. Algo iba mal y tenía que actuar de inmediato. Mi esposo corrió a mi lado, chasqueando los dedos y aplaudiendo, con la esperanza de que nuestro hijo «saliera» de ese estado. Sintiéndome impotente, empecé a sollozar. Llamé al 911, pero por la conmoción y el trauma de nuestras circunstancias, ni siquiera podía recordar nuestra dirección. Estaba paralizada por el temor.
En cuestión de minutos, los paramédicos colocaron mi cuerpo de posparto en una camilla. Tomé a mi hijo mientras nos sacaban por la puerta principal y nos llevaban a la parte trasera de la ambulancia. Cuando acerqué la gigantesca mascarilla de oxígeno a la carita de Ezra, me encontré con mi debilidad. Como me habían ordenado, había orado grandes, audaces y hermosas oraciones por mi hijo. Ahora, cuando su vida pendía de un hilo, no podía recordar ni una sola palabra. No podía hilvanar pensamientos. Mi cerebro me había abandonado. Mientras un torrente constante de lágrimas brotaba de mis ojos, todo lo que podía hacer eran clamores internos de Señor Jesús, Señor Jesús, Señor Jesús.
Él nos da palabras cuando no las tenemos
Nuestro traslado de treinta y cinco minutos se convirtió en una estancia de treinta y siete días en la unidad de cuidados intensivos neonatales. A altas horas de la noche, cuando los pitidos de las máquinas y las labores de enfermería me impedían conciliar el sueño, bajé arrastrando los pies hasta la sala de espera, con la Biblia en la mano. Me tumbé en el duro asiento de vinilo y exhalé. Desesperada por encontrar consuelo y ansiosa de respuestas, abrí la Biblia con el espíritu abatido.
En mi quebranto, no tenía palabras. Empecé a dominar el lenguaje de las lágrimas, que caían como gotas de lluvia sobre las delicadas páginas de la Biblia en mi regazo. Pero allí, en medio de circunstancias que no podía predecir, estaba la prueba de que el Señor iba delante de mí. A través de una visión borrosa, pude ver las oraciones y los salmos rodeados de círculos. En Su fidelidad, Dios me había guiado a las oraciones exactas que necesitaría cuando me encontrara en una batalla por la vida de mi hijo. Puso palabras al llanto de mi corazón, ayudándome a expresar mis lamentos. Él dio vida a nuestras circunstancias, dándome promesas a las cuales aferrarme.
La providencia de las oraciones pre-escritas
La experiencia de Jessika resalta una de las razones por las que el Señor nos dio los Salmos. Él sabía que algunos sufrimientos serían tan abrumadores que nos dejarían sin palabras. El Señor sabía que una madre se enfrentaría a un momento tan paralizante que no podría recordar su dirección. Por eso, hace tres mil años, inspiró a un salmista para que escribiera sus oraciones.
Aunque los Salmos son el único libro de oración inspirado, no es el único libro de oraciones que ha bendecido al pueblo de Dios. Innumerables cristianos se han beneficiado de recursos como el Libro de oración común, El valle de la visión e innumerables liturgias escritas para la adoración corporativa, familiar y privada.
A veces, los cristianos se oponen a la idea de utilizar oraciones pre-escritas, pensando que las oraciones espontáneas son más espirituales. Pero las oraciones pre-escritas no tienen por qué ser secas, repetitivas o poco espirituales. Cuando se hace correctamente, usar las palabras de otra persona pueden ser una práctica espiritualmente fructífera.
Haciendo nuestras las palabras de otros
¿Cómo podemos incorporar oraciones pre-escritas a nuestra vida espiritual? Estos son algunos consejos.
1. Escoge una fuente de confianza.
Empezar con buen material siempre es útil. Los Salmos y otras oraciones de la Biblia (como el Padrenuestro, las peticiones hechas a Jesús en los evangelios o las oraciones de Pablo en sus epístolas) nunca te llevarán por mal camino. Los libros de oraciones que han pasado la prueba del tiempo, como los mencionados anteriormente, son tesoros conservados por la historia de la iglesia y por editores reflexivos. Además, ¡presta atención a los himnarios y a las canciones de adoración!
2. Lee en voz alta con inflexión.
Escanear o leer rápidamente una oración da pocos frutos. Leer en voz alta, especialmente con una inflexión que refleje el significado, nos ayuda a interactuar con la oración a nivel visual, mental, oral y auditivo. En primer lugar, vemos las palabras. En segundo lugar, pensamos en ellas mientras nos preparamos para leerlas. En tercer lugar, pronunciamos las palabras de manera que reflejen su significado. Por último, escuchamos y procesamos las palabras cuando llegan a nuestros oídos.
Estos canales ofrecen múltiples oportunidades para pensar, procesar y comprender lo que dice la oración, aumentando las posibilidades de que la hagamos nuestra. Antes de que nos demos cuenta, las palabras de otro fluyen desde nuestro corazón hacia Dios.
3. Detente y medita.
Detente después de una palabra, frase u oración para reflexionar sobre ella y dejar que su significado se afiance. Detenernos después de pronunciar las palabras «Padre nuestro» y pensar en ese título nos recuerda que no estamos tratando con una deidad distante y desinteresada, sino con el Padre que ama a Sus hijos incluso más de lo que nosotros amamos a los nuestros.
4. Haz que las palabras sean tuyas.
Cuando pensamos en una frase es útil reescribirla y volverla a pronunciar con nuestras propias palabras, aportando detalles propios de nuestras situaciones particulares. Consideremos la oración de David en el Salmo 142: «Delante de Él expongo mi queja; / En Su presencia manifiesto mi angustia» (v. 2). Al recitarla, podemos detenernos y revelarle nuestros problemas a Dios: «Te revelo mi angustia, Señor. Mi hija está enferma y los médicos no saben qué le pasa».
5. Ponlas a un lado.
Una vez que hemos empezado a hacer nuestra una oración, no es necesario terminarla. Cuando la oración de otro ha hecho su trabajo ayudándonos a hablar con Dios, podemos dejarla a un lado y seguir hablando.
Cuando no sepas qué orar, no te avergüences de encontrar ayuda en las palabras de otras personas. Pueden ser una gracia que Dios preparó de antemano para ti.