«¿Hasta cuándo, oh Señor, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás?» (Habacuc 1:2).
En una aldea olvidada, un convoy de socorro avanzaba por un camino destrozado por la lluvia. Al pasar por la lujosa casa del alcalde —quien vivía cómodamente en otro lugar mientras su pueblo sufría carencias esenciales—, el contraste era evidente. La injusticia era palpable, como la que enfureció al profeta Habacuc, quien clamaba a Dios cuestionando su aparente silencio.Habacuc 1-1-4; 2-20
Pero Dios sí escuchó y respondió con firmeza: «¡Ay del que aumenta lo que no es suyo…! ¡Ay del que obtiene ganancias ilícitas…!» (Habacuc 2:6, 9 LBLA). Su juicio era inminente.
Sin embargo, en el diálogo con Dios, Habacuc aprendió algo más profundo: «El Señor está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra» (Habacuc 2:20). Ante el silencio divino, el profeta entendió que también los oprimidos y los opresores deben guardar silencio, no para resignarse, sino para reconocer su pequeñez y maldad ante la santidad de Dios.
El silencio, lejos de ser vacío, es un espacio de reverencia, donde confiamos en los tiempos y caminos perfectos de Dios. Aunque no siempre comprendemos lo que Él hace, podemos estar seguros de su bondad y soberanía.
En el silencio, aprendemos a confiar en Dios.!