Puede que nadie lo sepa, o que nadie lo vea, pero tal vez te sientes como si el mundo estuviera mejor si no existieras.
Quizás te sientes como un perdedor al que todo le sale mal. Como alguien a quien nada bueno debería pasarle jamás. Con la necesidad de fingir, para que nadie sepa lo que verdaderamente eres. Pensando que definitivamente algo está mal contigo. Además, como si esos pensamientos no fueran suficientes, quizás te sientes culpable, viviendo en el temor o siendo arropado por el enojo. Pero debajo de estos pensamientos y sentimientos, con toda probabilidad, podemos encontrar una raíz de vergüenza.
El autor Ed Welch define la vergüenza de la siguiente manera: «La vergüenza es el sentido profundo de no ser aceptado por algo que hiciste, algo que se te ha hecho a ti o algo asociado a ti. Es el sentir de estar expuesto y humillado» (Shame interrupted [Vergüenza interrumpida], p. 2).
Puede que ese sentimiento profundo de no ser aceptado se haya arraigado en ti por palabras que te dijeron, de las que ahora te has apropiado. Puede que este sentimiento proceda de algún tipo de abuso que te hace sentir indigno, o de algún pecado que cometiste por el que te sientes sucio. Ya sea que la vergüenza haya venido por lo que otros nos hicieron o por lo que nosotros hicimos, el problema radica en que permitimos que la vergüenza sea la voz que define nuestra identidad.
Un problema vertical y horizontal
Una de las característica de la vergüenza es que se percibe estando en comunidad, pues esta se siente como un juzgado que nos dice que no pertenecemos, ya sea porque nos lo expresan abiertamente o porque intuimos que no somos aceptados. Pero aunque la vergüenza se experimenta de manera horizontal, se siente primordialmente delante de Dios (de manera vertical).
Sin lugar a duda, es un problema de antaño:
Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; y cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales. Y oyeron al SEÑOR Dios que se paseaba en el huerto al fresco del día. Entonces el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del SEÑOR Dios entre los árboles del huerto. Pero el SEÑOR Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?». Y él respondió: «Te oí en el huerto, tuve miedo porque estaba desnudo, y me escondí». «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo?», le preguntó Dios. «¿Has comido del árbol del cual Yo te mandé que no comieras?» (Gn 3:7-11).
Adán y Eva pecaron delante del Señor y, como parte de las consecuencias de su desobediencia, sus ojos fueron abiertos y conocieron su desnudez. En ese momento la humanidad experimentó vergüenza por primera vez. Ellos vieron algo que sentían que debían ocultar, se sentían expuestos por la presencia de Dios y su reacción inmediata fue esconderse. Esta es justamente una de las tendencias que tenemos en medio de nuestra vergüenza: nos escondemos de Dios y nos escondemos de otros.
El problema de escondernos por vergüenza es que lo hacemos en el lugar equivocado. Nos escondemos de Dios en lugar de escondernos en Dios
Nos escondemos en la soledad, en nuestros trabajos, en nuestros logros, en nuestros teléfonos, en nuestras redes sociales o en nuestra autoridad. Nos escondemos detrás de nuestra timidez o espontaneidad, en nuestro dolor o en nuestro humor. Nos ponemos detrás de cualquier cosa que creemos que terminará escondiendo nuestros fracasos.
Pero el problema con esto es que nos escondemos en el lugar equivocado. Así como Adán y Eva, nos escondemos de Dios en lugar de escondernos en Dios. A partir del pecado de Adán y Eva, escondernos por vergüenza se convirtió en un instinto universal. Al escondernos de Dios y de otros, terminamos callando lo que deberíamos hablar y tratando de limpiar lo que solo Dios puede limpiar.
Pero, como añade Ed Welch: «No permitas que la vergüenza te intimide y te lleve al silencio» (p. 18).
Aceptados por siempre
Como he mencionado, una de las principales voces que la vergüenza levanta es la que nos dice una y otra vez: «No eres aceptado». Así que pudiéramos pensar que la solución es hacer lo necesario para encajar o pertenecer. O al menos buscar sentirnos halagados por nuestras cualidades o habilidades.
Pero te mentiría si te dijera que lo que necesitas es pensar positivo sobre ti o tratar de agradar a todo el mundo. Porque nada de eso soluciona un problema que está arraigado en nuestro corazón. Hacer a un lado nuestra vergüenza no depende de nuestro valor o de lo que podamos hacer, sino de la realidad innegable de que hemos sido aceptados por Dios en Cristo:
Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado (Ef 1:4-6).
Hacer a un lado la vergüenza no depende de nuestro valor o de lo que podamos hacer, sino de la realidad de que hemos sido aceptados por Dios en Cristo
Permite que las verdades de este pasaje penetren en tu corazón: Dios nos escogió, nos predestinó y nos hizo hijos santos y sin mancha por Su amor y por Su bondad, no por nuestro valor. Él nos amó no porque fuéramos dignos, sino porque Él es amor (1 Jn 4:8).
Ahora, puede que, en tu sentimiento de vergüenza, leas estas palabras y sigas pensando que no eres digno de ese amor. Si sientes eso, tienes dos opciones:
- Vas a tu interior y comienzas a buscar ahí qué valor puedes aportar para sentirte digno y aceptado delante de Dios. (Pero eso sería orgullo).
- Vas a Jesús y aceptas el corazón tan grande que Él tiene hacia aquel que es indigno. Él fue detrás de aquellos sin valor, de los rechazados, los abusados y abusadores, los muertos en sus delitos y pecados. Todos aquellos que no lo queríamos, pero que desesperadamente lo necesitábamos. Él fue detrás de los que no teníamos gloria ni honra, para darnos la de Él.
En medio de tu vergüenza, no te escondas más. Te sugiero buscar la ayuda de algún consejero bíblico que pueda apoyarte para identificar las raíces de vergüenza en tu corazón y traer la luz del evangelio. Corre hacia Jesús, Aquel en quien eres aceptado por siempre, Aquel que sin importar lo que otros te hayan hecho o lo que tú has hecho, si estás en Él, no se avergüenza de llamarse tu Hermano (He 2:11).