Todos tenemos parte en la obra de Dios, sin excepción. Ser ministros de Cristo significa que hemos comprendido que Cristo anhela expresar su vida en nosotros a través de un corazón de siervo. El lebrillo y la toalla deben estar entre los utensilios que cargamos para honrar al Señor en amor hacia los demás. Aprender, con amor, a lavar los pies del hermano y aun del que no lo es. Servimos a Dios, a los creyentes y a los incrédulos por imperativo del Señor. No es una opción. Todos hemos sido llamados al ministerio, a la vocación de servir, pero con compromiso. En un mundo en ruinas espirituales y morales, esto pareciera un asunto de locos. Nadie se compromete hoy si no existen beneficios de por medio. El egoísmo y el individualismo no dejan ver a tres pasos adelante, son inhumanos y rapaces.
En el capítulo 9 de Nehemías, el Señor nos habla del compromiso personal en la obra de Dios. El templo y las murallas habían sido restaurados, pero el corazón del pueblo todavía coqueteaba con el pecado. Esdras y Nehemías, siervos de compromiso del Altísimo, llevaron a sus paisanos a la convicción de depender de Dios, confesar y arrepentirse de sus rebeliones y de sus olvidos de la gran misericordia y bondad de Dios a través de generaciones y ahora, en una nueva etapa de renovación espiritual, humillados y en adoración, firmaban un pacto de compromiso a obedecer la Ley de Dios y volverse a él (Neh 10). El compromiso quedaría sellado por escrito. Cada uno dejó su nombre escrito para que hoy supiéramos el valor que tiene el comprometerse delante de Dios a hacer su voluntad. Dios enrumbó el corazón de su pueblo a través de su palabra.
La Biblia informa, forma (moldea) y transforma. Había un sincero deseo de ser transformados y de seguir en obediencia la palabra de Ley.
Los tiempos han cambiado. Vivimos bajo un nuevo pacto, el del Espíritu que da vida en Cristo Jesús. Es por su gracia. Pablo decía: “pues por medio de él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte”. (Ro 8.2). ¡Que bendición! Los méritos de Cristo en la cruz y su resurrección me han liberado de la muerte eterna. ¡Aleluya! ¿Cómo no amarlo, cómo no comprometernos desde nuestro corazón a ser sus siervos y ministros de por vida? ¿Cómo andan nuestros compromisos personales con el Señor?
Este mundo en ruinas pasará, los pactos y compromisos humanos se deshacen y mueren con la misma vehemencia que se conciertan, pero su Palabra permanece para siempre. En el Salmo más largo de la Biblia, el salmista declara: ¡Mi herencia eres tú, Señor! Prometo obedecer tus palabras! ( Sal 119.57). Esa es la clave de nuestro compromiso con Cristo. Nuestra obediencia.
Mi oración es que Dios nos ayude, amados hermanos y hermanas, a hacer esta misma declaración y cumplirla. Nuestra vida se llena de gozo al saber qué herencia más incorruptible tenemos.
¡Dios te bendiga!