El día que visité a Mercedes ella no me esperaba. Rodeada de un panteón de dioses estáticos y fríos, suerte de una africanía ‘divina’ con licencia sincrética de otras devociones, parecía una diosa más presidiendo su altar de collares multicolores y santos retocados con el pincel de sus propias manos. A Mercedes le dicen ‘Tanta’ y es la persona más frecuentada del lugar.
Mujeres sin marido, hombres con más de una. Ahijados de todas las razas y géneros humanos le traen ofrendas: “homos” y “hemos”, niñas que perdieron su virtud y ya cargan su embarazo sin la esperanza de un padre que se ocupe después, negociantes callejeros de puros “Habanos” que solicitan protección de los dioses para guardarse de la justicia, muchachos que ya son ancianos porque trotaron temprano sobre el corcel de la droga y se quedaron sin edad aparente y una soledad explícita en sus corazones.
Como Mercedes recibe a todos, nos abrió la puerta con su alegría habitual.
-Bienvenidos. Adelante, esta es su casa, ¿qué desean?
-Gracias. Somos cristianos. Nos gustaría conversar un rato con Ud. Dicen en el barrio que Ud. ha ayudado mucho a las personas con su religión –
-Sí-, nos dijo, abriéndonos el paso hacia la sala-altar de su casa invitándonos a sentarnos en un rincón.
Ella nos habló de sus actos milagreros y de la ayuda que prestaba a los prosélitos que acudían diariamente necesitados de cualquier favor de los dioses. La casa desprendía un aroma a cera quemada mezclado con perfume de jazmín. Las ofrendas de dulces olían a azúcar almibarada y Mercedes hablaba sin parar de las ventajas de tener fe en aquellos “dioses de sus ancestros” y de lo importante que era para ella ser una religiosa que ayudaba a los demás.
Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo. (Ro 10.17)
-¿Conoces a Cristo?- le pregunté aprovechando una pausa en su discurso. ¿Sabes lo que Dios hizo por ti y por toda la humanidad al enviar a su Hijo Jesucristo a morir en una cruz?
Kelvin, el misionero que me acompañaba, sintió de parte de Dios que era el momento en que pasáramos a la ofensiva. Pecado, arrepentimiento, fe salvadora, perdón, salvación, amor de Dios; las palabras fluían y el Espíritu Santo tomó el control de la conversación. Quince, tal vez veinte minutos más tarde Mercedes miraba fijamente, como petrificada, a un punto indefinido del techo de su casa-altar. La invitación de Apocalipsis 3.20 se escuchó en el ambiente como un silbido sublime del Señor y las murallas del Jericó de Mercedes se desplomaron a sus pies: “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.”(Ap 3.20)
-Sí, creo en Jesucristo como mi Salvador. ¡Ay, Dios mío, ay Dios mío! No sé, pero estoy sintiendo como si el corazón se me quisiera salir por la boca. ¡Ay, Dios mío, qué cosa es esto!- no dejaba de repetir Mercedes una y otra vez con su mano puesta en el corazón y me acordé del recaudador de impuestos, el publicano que oraba en el templo apenas alzando sus ojos al cielo y golpeándose el pecho decía: “…Señor, ten piedad de mí, pecador” (Lucas 18.13).
Esta historia ocurrió hace una semana y dejamos al cuidado de la iglesia local el seguimiento de Mercedes. Dicen que un día después, bajo la mirada desconcertada de su marido y las advertencias mal intencionadas de sus vecinos, “ahijados” y seguidores, la vieron cargando los trastos de su afrocubanía “divina” y descargándolos en la basura pública. Lucía una sonrisa nueva como de niña con regalo nuevo y a todo el que pasaba, sin los abrazos y señas habituales, típicas de su “antigua” religión, regalaba un saludo también nuevo: -Dios te bendiga-, decía sonriente y de cada tres palabras que profería a su gente, una era AMOR.
A Dios sea la gloria. Cristo es irresistible. ¡Predica la Palabra!
¡Dios te bendiga!