La santidad es un asunto serio. No es opcional, sino imperativo. Como no somos perfectos mientras estemos en este mundo, es mayor motivación el ser cada día mejores en Cristo en todas las áreas de la vida. El mundo verá a Cristo en nuestros actos de buena fe y en nuestra genuina dedicación al Señor mientras hace posible el proceso de santificación en la vida de sus hijos. Pero como individuos y como iglesia, reformarnos y renovarnos constantemente constituye un valor espiritual con el que damos testimonio. El mundo poco tiene que ofrecernos en el aspecto ético y moralizante.
El apóstol Pablo en su carta a Tito decía: “Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo”(Tit 3.5). Vivimos en un mundo donde no es difícil caer en tentaciones. Caminar contracorriente es harto complicado; cada día el enemigo se disfraza de “ángel de luz” e intenta que nos unamos a su comparsa. Sólo en una íntima relación con el Señor, el Espíritu Santo nos permite abrir los ojos espirituales, confrontar nuestras realidades y recordar el compromiso que hemos hecho con Él. Los cristianos necesitamos re-dedicarnos y re-consagrarnos cada día con el poder del Evangelio y la dirección del Espíritu, reformador y renovador de lo que somos en Cristo.
Parecía que el pueblo de Dios había aprendido la lección. Murallas reedificadas y corazones restaurados, alabanza y dedicación a Dios. Pero bastó con que Nehemías se ausentara unos años de Jerusalén para que el pueblo volviera a sus andadas y olvidara los mandamientos de Dios por generaciones. Se profanaba el templo con indisciplinas y negligencias, se dejaron de dar los diezmos, los matrimonios en constituían en yugo desigual, no se respetaba el día de reposo. Se abrían nuevas brechas espirituales y era necesario poner orden, volver a disciplinar al pueblo y reformartodo desde el principio. Nehemías (13) asumió nuevamente el reto y con la ayuda del Señor, reorganizó el caos. ¿Te suena actual esta declaración?
Nuestra humanidad nos hace resbalar y a veces hasta caer. Pero el Señor nunca pierde el control de nuestra vida y nos llama a la santidad. Pablo exhortaba a los romanos: “Hablo en términos humanos, por las limitaciones de su naturaleza humana. Antes ofrecían ustedes los miembros de su cuerpo para servir a la impureza, que lleva más y más a la maldad; ofrézcanlos ahora para servir a la justicia que lleva a la santidad.(Ro 6.19).
El nuevo nacimiento en Cristo nos desafía a imitarle en todo, también en lo moral. No somos perfectos, pero el que comenzó la buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta que le veamos cara a cara. A los hermanos de Tesalónica les desafiaba del mismo modo: “Dios no nos llamó a la impureza sino a la santidad”(1 Ts 4.7). La pureza moral es un eslabón – valor- imprescindible en la cadena de la santidad. Es un gran desafío para nosotros viviendo en un mundo donde los valores morales no son reformados, donde las enseñanzas del Dios viviente se han retirado de la educación secular. Mi oración es que Jesús, el gran reformador, nos coloque como obreros de valor en la brechas que ha abierto el enemigo y podamos ser verdaderamente luz y sal de la tierra.
¡Dios te bendiga!