Habitamos en un mundo que está en ruina espiritual. El pecado y el desconocimiento del Dios viviente y creador es la única causa del desmoronamiento de los valores sustentados su Palabra. Nuestra confianza descansa en la promesa de que la Palabra es eterna, permanece y perdurará para siempre, a pesar del desenfreno de los estándares del ateísmo. El secularismo ha instituido sus propios valores y los ha disfrazado con un aparente manto de piedad, pero en el fondo no son más que deformaciones del carácter del hombre impío para ir contrario a los designios y la voluntad de Dios: el egoísmo, la vanagloria, la envidia, el libertinaje. “El dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de Cristo, el cual es la imagen de Dios.”(2 Co 4.4).
Refiere la Palabra que Nehemías sintió la necesidad de volver a Jerusalén a reconstruir los muros de la ciudad tras recibir el informe del estado de ruinas en que se encontraban hacía muchos años (Neh 1). El pueblo de Dios, sin murallas para protegerse, se sentía indefenso, desalentado, sin ánimos de levantarse a emprender la obra. Un sentimiento de desolación y desamparo se había adueñado de los que habían regresado del destierro en Babilonia. La ruina también era moral.
El pecado produce eso. Se pierde el rumbo, se pierde el alma y hasta que no haya confesión y arrepentimiento, no sucederá nada. Nehemías oró, confesó sus propios pecados y sólo después clamó por restauración a favor de su pueblo. “Al escuchar esto, me senté a llorar; hice duelo por algunos días, ayuné y oré al Dios del cielo.”(Neh 1.4). Los versículos siguientes (5-11) expresan el valor de la intercesión de un siervo de Dios por los perdidos – creyentes y no creyentes-, la expresión de solidaridad y sometimiento a la voluntad de Dios de un hombre que clama favor de sus hermanos.
A más de 2000 años de distancia de Nehemías, no necesitamos hoy que nos llegue algún emisario a informarnos que “las murallas de nuestras ciudades están en ruinas y sus puertas consumidas por el fuego”. La realidad está delante de nosotros. Lo sabemos, pero no intercedemos lo suficiente en favor del pueblo de Dios para que Él restaure las ruinas que produce la desobediencia y obre en el corazón de un mundo que se pierde. ¿Cuánto nos sentamos como Nehemías a reflexionar en ello? ¿Cuánto lloramos por la desgracia de un hermano que se apartó de la fe y cayó en la ruina moral? ¿Ayunamos por la salvación espiritual de las naciones y pueblos que niegan al Dios vivo? ¿Cómo están las murallas de nuestras vidas?
El reino de Dios precisa intercesión por los perdidos. Es un valor a cultivar en cada uno de sus hijos. Dios no rechaza oración; sus ojos están sobre los justos y sus oídos solícitos al clamor del corazón que ora para que el Reino se fortalezca (Sal 34.15). Las murallas que rodean nuestra vida en Cristo necesitan ser encomendadas una y otra vez al Señor. Somos débiles y sólo en Cristo recibimos la fuerza y el poder del Espíritu para edificarnos y restaurarnos. Estamos comprometidos a orar por los perdidos y también por todos los creyentes. Pablo le exhortaba a los efesios: Oren en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manténganse alerta y perseveren en oración por todos los santos.” (Ef 6.18)
Nehemías entendió el valor de interceder por la salvación y la reedificación espiritual de sus hermanos. La reconstrucción de la muralla iba a ser el preámbulo de una restauración espiritual que llevaría al pueblo a la más profunda adoración y obediencia. Mi oración es que en cada uno de nuestros pueblos y naciones se levanten hombres y mujeres intercesores como Nehemías, quien dejando la opulencia y la comodidad de un palacio, reconoció la grandeza y fidelidad del Dios del pacto, para teñir de sudor su camisa y reclamar sus promesas de redención.
¡Dios te bendiga!