El pasado sábado celebramos el primer aniversario de nuestra iglesia. Fue una bella ceremonia donde trabajaron hermanos de todas las edades. Antes de presentar el Ministerio de Ancianos de la iglesia, me disfracé de anciana demente y un hermano hizo el papel de hijo mío, todos rieron y un hermano me dijo: -¡Nunca he visto una vieja mejor lograda!
Al día siguiente, mirando las fotos, me sorprendí de ver que a pesar de que yo quería pasar por una anciana desvalida y demente, mi rostro no autentificaba la vejez que yo quería aparentar, no se veía en él el paso de tantos años, era sólo un disfraz y no bien logrado.
¿Cuantas personas andan hoy disfrazadas en este mundo? Seres exentos de autenticidad, caricaturas de algo que quieren mostrar pero que al final no encaja en el resto del paquete.
Peor aun cuando de los hijos de Dios se trata. Vendemos una imagen que en algunos casos no es la real, no es la que nuestro corazón grita, no baja hasta las emociones, sólo se queda a nivel de la piel sin penetrar en lo profundo de nuestro ser.
El apóstol Santiago nos dice en su epístola (4.2-3): “Ustedes codician y no tienen, por eso cometen homicidio. Son envidiosos y no pueden obtener, por eso combaten y hacen guerra. No tienen, porque no piden. Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en sus placeres”
Piensen por un momento que una persona viene a predicarles las buenas nuevas, ustedes conocen su vida familiar, su relación con los compañeros de trabajo, lo primero que usted decodifica, si no es cristiano, es que esa persona está diciendo con su boca algo que no coincide con lo que usted ve en su vida diaria. No hay autenticidad en su hablar, suena a algo como aprendido y recitado, pero no se siente real, está disfrazado y se preguntarán, ¿Cuál es el real? ¿El que habla o el que actúa?
Estamos en un mundo que se derrumba a cada segundo y las ruinas no son sólo de edificaciones, sino de almas. Medita sobre esto y reacciona antes que sea tarde. Recuerda que eres las manos de Dios en esta tierra.