La palabra “tabernáculo” proviene del latín y significa: “Tienda de campaña”. Para los creyentes, la palabra tabernáculo hace alusión al santuario sagrado construido por Moisés y los israelitas en el desierto del Sinaí durante la peregrinación del pueblo de Dios hacia la tierra prometida. Aquel tabernáculo sagrado serviría de morada al Señor, para que pudiera habitar entre su pueblo y acompañarlos durante la travesía.
Ni un solo detalle del lugar santo donde habitaría el Creador fue diseñado por el hombre, sino que el mismo Dios ordenó e instruyó a Moisés acerca de la forma, medidas y materiales a utilizar en su construcción; utensilios que contendría y el uso de cada uno de estos. También ordenó el Señor que Aarón y sus hijos sirvieran como sacerdotes sagrados, para que junto a Moisés se encargaran de todo lo relacionado con la correcta utilización del tabernáculo.
Incluso, las vestiduras que dichos sacerdotes utilizarían para los servicios dentro de esa santa morada fue diseñada por el Creador, así como las instrucciones que estos debían seguir para que no murieran mientras servían en este templo portátil del pueblo de Israel.
Cuando meditamos en lo que la escritura nos dice sobre la construcción y utilización del tabernáculo, encontramos con facilidad las similitudes que este poseía con nuestro salvador: sus enseñanzas y su muerte en la cruz para redimirnos del pecado. En el tabernáculo había un altar del holocausto, donde el pueblo ofrecía sus ofrendas de animales como pago de sus pecados, un sacrificio que debían hacer constantemente para ser merecedores del perdón concedido por el Creador a los pecadores.
Ese sacrificio constante quedó abolido con el derramamiento de sangre inmaculada en el monte Calvario, una sangre perfecta que sería derramada una sola vez por el perdón de los pecados de toda la humanidad, de una vez y para siempre. Una fuente dentro del tabernáculo permitía que el sacerdote lavara sus manos antes de entrar al lugar santo, agua limpia que simbolizaba la fuente de agua viva que hoy tenemos disponible en la Biblia, palabras de aliento y limpieza que purifican nuestras almas cuando meditamos en ellas y nos ayudan a eliminar de nuestras vidas los cardos y espinas que intentan lastimarnos y ensuciarnos en nuestra marcha sobre el camino de fe que Jesucristo trazó para nosotros.
Un grueso velo dividía el lugar santo del lugar santísimo del tabernáculo, el mismo velo que fue rasgado al morir Jesús, permitiendo el libre acceso del hombre a la comunicación directa con Dios sin la necesidad de un intermediario, sino que nuestras vidas se encuentran conectadas directamente con el Espíritu Santo desde el mismo momento que aceptamos a Jesucristo como nuestro salvador, entendiendo así el sacrificio de su vida por la nuestra.
Un sacrificio que nos llenó de vida, porque el hombre había muerto espiritualmente desde el pecado de Adán que lo llevó a ser expulsado por Dios del huerto del Edén. Así, desde aquel primer pecado del hombre hasta el último que será cometido por la humanidad antes del regreso de nuestro Señor, ha sido pagado con sangre sagrada y borrado de la faz de la tierra.
El lugar santísimo del tabernáculo, allí donde estaba la presencia del Señor, hoy esta dentro de nosotros mismos, porque somos la morada del Espíritu Santo y podemos conversar con Dios y ser escuchados por él siempre que mantengamos nuestra comunión de fe y amor a nuestro Creador. El antiguo pacto que allí se encontraba representado por las tablas de los diez mandamientos y toda la ley de moisés, fue sustituido por el nuevo pacto que fue sellado por la sangre de Jesús, que no está escrito en un pergamino, sino que vive en nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestros corazones todo el tiempo gracias a Dios.
El candelabro de oro puro, la única luz que había en el lugar santísimo del tabernáculo, era la sombra e imagen del único hombre totalmente puro que ha pisado la tierra… Jesús de Nazaret, quien dijo a sus discípulos: “¡Yo soy la luz del mundo!”.
Increíblemente, aún en nuestros tiempos algunos de nosotros no nos damos cuenta que cuando Jesucristo dijo: ”Destruid este templo, que yo lo edificaré en tres días”, se refería precisamente a la morada de Dios, ¡su nueva morada! Pues a partir de la resurrección de cristo y el posterior descenso del Espíritu Santo, el Señor habita en nosotros, porque creemos su palabra y aceptamos la salvación que por su gracia divina nos ha sido concedida.
No nos damos cuenta muchas veces que ya el Señor Jesucristo nos habló claramente sobre la substitución de aquel altar de incienso y adoración que permanecía dentro del tabernáculo construido por Moisés, cuando dijo a la mujer samaritana que había llegado el día en el cual podemos adorar al señor en espíritu y en verdad en todos lados y no en un altar sagrado, porque nuestro cuerpo es el lugar sagrado que el Señor ha elegido como su nueva y eterna morada. Ya no existe el velo que separaba al hombre de Dios desde el pecado de Adán, fue rasgado por Cristo al morir.
Ya no es necesario que un descendiente de la tribu de Leví comunique al Señor lo que queremos decirle para que luego nos diga lo que Dios responde a nuestro mensaje, pues un sacerdote perfecto, quien ni siquiera descendió de la tribu de los levitas, intercede constantemente por nosotros y haces suyos nuestros ruegos, porque gracias a él hemos sido justificados y eximidos de la pena de muerte que contenía una ley que no pudo ser cumplida por ningún hombre que no fuera Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.
Aquel tabernáculo que un día fuera luego introducido dentro de otro templo construido de mayor tamaño por el rey Salomón, fue abandonado por Dios hace mucho tiempo. Aquella morada que Dios eligió fue cambiada hace dos mil años por nuestro cuerpo, que hoy sirve de morada al creador y nos ha concedido la vida eterna. Nosotros somos el Tabernáculo de Dios.