Veamos. A veces las personas sufren por quebrantar leyes de la naturaleza establecidas para la preservación de la vida. Me explico: Existen leyes dirigidas a preservar el orden del universo y por lo tanto, de la vida. Por ejemplo, tenemos la ley de la gravedad. Según ella todo objeto será atraído al centro de la tierra. Bueno, si conozco esta ley y deseo preservar mi vida, debo respetarla. Pero vamos a imaginar que decido hacer caso omiso de esta ley y comienzo a saltar temerariamente en la terraza de un edificio de veinte pisos. Al principio tal vez lo haga con cuidado, tomando todas las precauciones, pero con el tiempo me familiarizo tanto con esa situación que comienzo a actuar como si no existiese más la ley. Un día resbaló, cayó y quedó destrozado allá debajo. ¿Sería justo decir que Dios me está castigando porque desobedecí la ley de la gravedad? ¿Es castigo divino el resultado natural de haber quebrantado una ley preservadora de la vida? ¿No podía Dios haber hecho un milagro y guardado mi vida? Podía. Pero los milagros de Dios se producen cuando él ve que es necesario, con quien él cree que debe ser realizado y porque él lo considera necesario. Los milagros nunca pueden ser el endoso para las actitudes erróneas del ser humano.
¿Quieres otro ejemplo? Tú sabes que el pulmón necesita oxígeno para llevar vida al cerebro y al resto del cuerpo. Esa es una ley natural, pero yo soy libre y usando mi libertad puedo poner nicotina en mis pulmones. La primera vez que lo haga, con certeza será incómodo para mí, pero con el tiempo me familiarizo con esa situación y comenzar a actuar como si el alquitrán, la nicotina y otros venenos que pongo en mi pulmón, nunca me fueran a hacer daño. Pero un tiempo después comienzo a toser. Voy al médico y él me da la triste noticia de que estoy con un cáncer pulmonar. ¿Sería justo decir, entonces, que Dios me está castigando porque yo fumé? ¿Es castigo divino el resultado natural de la transgresión de una ley preservadora de la vida?
Uno de estos días hablé con un joven de 19 años condenado a la muerte por el SIDA. Con ojos llorosos me preguntó: “Pastor, Dios me está castigando por la vida errónea que viví, ¿no es cierto?” “No, hijo —le dije—. Dios te ama”. Entonces me preguntó: “¿Por qué no me cura? ¿El no puede hacer milagros?”
Amigo mío, hay algo que necesitamos entender. Mucha gente confunde el perdón divino, con ser guardado de las consecuencias naturales de los errores humanos. Tengo un ejemplo que puede parecer jocoso. Imaginemos que tú subes al vigésimo piso de un edificio y decides suicidarte. Té tiras y en la mitad de la caída te arrepientes y pides perdón. ¿Dios te perdona? Claro que sí, pero con seguridad vas a morir destrozado allá abajo. El perdón te libera de la muerte eterna, pero no necesariamente del resultado natural de haber quebrantado una ley preservadora de la vida en esta tierra.
Adán y Eva después del pecado tuvieron que salir del huerto del Edén. Creo que ellos deben haber pedido perdón a Dios. Seguramente Dios los perdonó, pero tuvieron que abandonar el hogar edénico y Dios los acompañó, sufriendo con ellos. Tú ves, muchas veces las personas quedan enfermas y sufren porque desobedecen principios establecidos para la preservación de la vida, pero no siempre es así. Otras veces, son alcanzadas por el dolor simplemente como consecuencia de la herencia genética que llevan. Otra vez nos encontramos aquí con leyes naturales que tienen que seguir su curso normal. ¿Es esto injusto? Desde el punto de vista humano, tal vez sea. Pero Dios dio al hombre libertad con responsabilidad. Soy libre para decidir, para escoger, pero tengo que recordar que mi libertad involucra responsabilidad. “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí”, dice Pablo (Romanos 14:7).
A veces vemos cuán injustos somos con Dios, cuán soberbios y arrogantes. El otro día vi en la televisión norteamericana a una pareja de muchachos homosexuales, dando una entrevista y defendiendo el homosexualismo como una “opción”. Decían: “Para nosotros es normal, es una opción nuestra”. Yo creo que Dios ama a esas personas y nosotros también debemos amarlas y respetarlas. El asunto no es ese, sino si esa conducta es normal o no.
Partamos del hecho de que cuando Jesús creó al ser humano, no creó a un Adán y un Pedro, ni a una Eva y una María. Creó a Adán y Eva. ¿Pero yo no tengo derecho de optar por el tipo de sexualidad que quiero? Claro que tengo, como también tengo derecho de optar servir los alimentos por la nariz o por el oído, solamente que no es normal y si de cualquier manera lo hago, tengo que aceptar el hecho de que con mi libertad también hago uso de mi responsabilidad, aceptando las consecuencias de mi decisión que no sólo afecta mi vida sino también las vidas que yo traigo a este mundo. Dios queda triste con todo esto; él no desearía ver al hombre sufriendo, pero el hombre necesita respetar los principios preservadores de la vida que el propio Dios estableció.
¿Por qué otro motivo Dios permite que el sufrimiento toque la vida de las personas? A veces no es que nosotros hayamos desobedecido leyes naturales, ni que hayamos traído con nosotros herencias genéticas perniciosas, pero vivimos en un mundo que se autodestruye. Contaminamos las fuentes de las aguas, depredamos la naturaleza, exploramos con voracidad la tierra hasta dejarla debilitada, y en la ansiedad de hacerla producir más, inventamos sustancias químicas que envenenan los alimentos y contaminan el ambiente. Nos congestionamos en ciudades como Nueva York, Sao Paulo, México, donde el aire que respiramos está casi envenenado. Y de una u otra manera esto afecta nuestra salud y estilo de vida, trayendo enfermedades, dolor y sufrimiento.
La pregunta de los discípulos a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”, muestra que de alguna manera el dolor y el sufrimiento tienen que ver con decisiones erróneas, tomadas por nosotros o por otros seres humanos, consciente o inconscientemente. Esto puede parecer muy difícil de aceptar, especialmente si estás pasando por un momento de dolor. Si pierdes un hijo en un accidente de tránsito y tú tienes conciencia de que hiciste todo bien: habías revisado el automóvil, el cual andaba perfectamente, no manejas a alta velocidad, estabas con el cinturón de seguridad, respetando todas las leyes del tránsito, y aparece otro chofer imprudente que no respeta nada y choca contra ti, ¿qué culpa tienes? Ninguna, claro, y el tema de este libro no es crear en nadie complejo de culpa, sino mostrar la realidad dura de la vida, porque aquel accidente fue la consecuencia natural de que alguien desobedeció las leyes de tránsito. En este caso, fue el chofer de otro auto.
¿Y si mi hijo murió en un terremoto? ¿Fue el resultado natural de quebrantar qué ley? Al principio la tierra era perfecta. Los terremotos no estaban en el programa divino de la creación, ni inundaciones, ni incendios, ni volcanes. Todo esto es consecuencia natural de un mundo en desequilibrio. Un desequilibrio originado por la desobediencia de Adán. Sí, pero, ¿qué culpa tengo yo del error de Adán? Ninguna. Solamente que en esta vida “ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí». Este es otro principio. Pero, ¿hay una salida? ¿Existe solución? ¿Qué sucedió con el ciego de la historia bíblica? Veamos el capítulo siguiente.