Yo no creo que haya habido un ser más masculino en la historia del universo que Jesús. Estoy seguro que era un hombre varonil, pero también tierno. Podía tomar a los niños y bendecirlos y jugar con ellos, y darles la bienvenida, y los niños se sentían atraídos a Él; y podía también reprender a un fariseo orgulloso y pretencioso
, y coger un azote y protestar enérgicamente contra la violación de la Casa del Señor. Podía hablar la verdad con total claridad, y anunciar el justo juicio de Dios, y también decirle a una mujer adúltera, “Vete y no peques más. Yo tampoco te condeno”.
¡Qué balance más admirable! Eso es un hombre masculino, una personalidad templada. Siempre he admirado el carácter de Jesús por ese balance, ese equilibrio que siempre veo en Él. Para mí esa es la verdadera masculinidad. Yo la veo en el Padre también. Veo su amor y su ternura, y luego también esa fortaleza, esa justicia, esa claridad que hay en Él. Los hombres cristianos tenemos que tratar, y hacer todo lo posible para ejemplificar una masculinidad balanceada.
La sociedad moderna está desesperadamente necesitada de hombres que encarnen, que ejemplifiquen una masculinidad sanada. ¿Por qué digo sanada, y no meramente “sana”? Porque todos estamos en alguna medida u otra heridos en nuestra sexualidad, y tenemos que someternos a la Palabra de Dios continuamente para que esta vaya, como con un piano desafinado, afinándonos otra vez y poniéndonos a tono de nuevo con la tonalidad del Padre y su masculinidad perfecta.
Tenemos que ser conformados de nuevo a su Ser, que no es ni masculino ni femenino, y que incluye tanto lo masculino como lo femenino. Nosotros somos hombres porque Dios tiene una parte que es afín a la energía masculina, y las mujeres son mujeres porque Dios tiene una parte que tiene afinidad con la energía femenina. Hombre y mujer proyectan y expresan aspectos complementarios de la personalidad divina.
Hay una música que Dios toca que se parece a la de la mujer, y una música que Él toca que se parece a la del hombre. Cuando Dios creó a Adán y a Eva, le legó una parte de su tonalidad total a cada uno. Se la entregó pura y cristalinamente clara. Pero cuando entramos al mundo, el mundo nos desafina poco a poco, como cuando un piano se desafina por el uso, y con el tiempo necesita volver a ser afinado.
Tenemos que escuchar continuamente la tonalidad del Padre, y afinarnos una y otra vez usándolo a él como punto de referencia. Tenemos que pedirle que nos enseñe a ser hombres y mujeres con el balance que él posee. La Palabra del Señor, a medida que la vamos escuchando y va penetrando nuestra vida, siendo obedientes a ella, sujetándonos a ella, vuelve a afinarnos. Se trata de un proceso de toda la vida. Con el tiempo nos desafinamos otra vez, y ella vuelve a afinarnos.
Tenemos que estar continuamente escuchando la tonalidad de Dios según la refleja su Palabra, su perfecto balance de masculinidad y femineidad, para que nos ayude a ser hombres y mujeres bien templados, bien afinados, a fin de que podamos tocar exactamente en la tonalidad perfecta del Padre.