
El Sol de justicia resplandece cada día, no solo en el cielo, sino en los corazones de los hombres y mujeres justos, de buena voluntad. Aquellos que hemos decidido rendir nuestras vidas al servicio de Aquel que es la Luz del mundo, sentimos su calor en lo más profundo del alma. Su luz no conoce ocaso; no depende de estaciones ni de circunstancias, porque brota directamente del corazón de Dios, quien es eterno y cuya misericordia se renueva cada mañana.
Somos llamados a ser portadores de esa luz, a predicar con nuestras palabras y con nuestras acciones las buenas nuevas de Jesucristo. A testificar que hay esperanza para el que se siente perdido, consuelo para el que llora, perdón para el que se arrepiente y vida abundante para el que cree.
El resplandor de Cristo ilumina nuestras mentes, disipando las tinieblas de la duda, del temor y de la desesperanza. Nos guía por senderos de justicia y nos fortalece para vivir una vida consagrada, en obediencia y fe. Inunda nuestro ser con su presencia santa y transforma nuestro interior con la llama viva de su amor.
Porque Dios es amor. No un amor pasajero ni condicionado, sino un amor eterno, puro y perfecto. «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.» En ese amor encontramos sentido, propósito y salvación. En ese amor somos abrazados, restaurados y enviados como luz en medio de un mundo que aún necesita ver el amanecer de la verdad.. Como dice 1 Juan 4-8-
Que cada día, al despertar, recordemos que el Sol de justicia ha salido para nosotros, para alumbrar el camino de los justos, y que su luz jamás se apaga. Caminemos en ella, vivamos por ella, y reflejemos su resplandor al mundo.