Una nueva crisis, esta vez de corte político, sacude en estos días a nuestra vecina República de Haití, donde, en las últimas semanas, violentas protestas contra la corrupción han paralizado la capital, Puerto Príncipe, y causado muertes y cuantiosas pérdidas materiales.
Es indispensable que todas las partes en conflicto ejerzan prudencia extrema, desprendimiento patriótico y vocación democrática para resolver los diferendos de manera pacífica y dentro del marco constitucional. Es lo menos que merece un pueblo noble que por demasiado tiempo ha sufrido las terribles consecuencias del callejón de pobreza, ingobernabilidad y violencia en que por décadas le han metido sus gobernantes.
También es necesario que la comunidad internacional esté pendiente ante la posibilidad de que el conflicto impacte otros países de la zona, como ha sido el caso en el pasado.
Las protestas en Puerto Príncipe y otras ciudades surgieron tras la publicación del segundo informe de una auditoría oficial sobre el manejo que el gobierno haitiano dio a los miles de millones de dólares que se ahorró en compra de petróleo al participar del programa PetroCaribe, mediante el cual Venezuela vendía el crudo con pagos diferidos durante 25 años y con intereses tan bajos como el 1%.
Según el programa, los países participantes debían invertir lo ahorrado en petróleo financiando programas sociales dirigidos a las clases desventajadas, que en Haití, uno de los diez países más pobres del mundo, es casi la totalidad de la población.
La auditoría, realizada por encomienda de la Asamblea Nacional haitiana, en cambio le imputa al expresidente Michel Martelly haber despilfarrado y malversado cientos de millones de dólares producto de PetroCaribe entre 2008 y 2016. También incluye la imputación de que en 2015 y 2016 dos compañías del actual presidente Jovenel Moïse, en funciones desde 2017, cobraron dos veces al menos $1 millón por la construcción de una carretera rural al norte de Haití.
Los principales reclamos de los manifestantes son que se acabe la corrupción, que se encause a los responsables y que renuncie Moïse, quien no ha dado explicaciones sobre las imputaciones en su contra y ha perdido la confianza tanto de la población como de la Asamblea Nacional, que en marzo destituyó a su primer ministro, Jean Henry Céant, lo cual tiene al ejecutivo prácticamente inoperante.
Los reclamos de responsabilidad, transparencia y honestidad hechos por miembros de la Asamblea Nacional, por partidos de oposición y por grupos de la sociedad civil son justos y merecen la atención decisiva de las autoridades haitianas. Son reclamos valiosos en cualquier democracia, pero más en un país tan profundamente pobre como Haití, en el que cada centavo de los recursos que nunca le han sobrado debería ser tratado con extraordinario celo.
No son aceptables, sin embargo, los métodos violentos usados por sectores de la oposición, que incluyen actos de vandalismo contra propiedad gubernamental y privada, ataque a la integridad física de opositores y hasta la quema de vehículos y edificios históricos. Tampoco es aceptable, por otro lado, el exceso de fuerza que se ha documentado de parte del gobierno haitiano.
Haití lleva ya demasiado tiempo empantanado en los problemas de corrupción e ingobernabilidad que no le han permitido liberarse de ser de los países más pobres del mundo. La violencia y la estridencia no le han resuelto antes ningún problema, ni lo van a resolver ahora. Por más vueltas que se le dé, nuestro querido vecino no avanzará hasta que las distintas fuerzas políticas y cívicas no se sienten a la mesa, resuelvan sus diferencias de manera sosegada y entiendan que tienen que construir una institucionalidad razonablemente inmune a la corrupción y al abuso