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El Precio de la Fidelidad a Jesús. Un Llamado a la Perseverancia en la Fe

Oyó Jesús que le habían expulsado; y hablándole, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios?. Juan 9:35

No es fácil ser cristiano. O tal vez volverse cristiano es muy sencillo; sólo requiere abrirle el co­razón a Jesús y entregarle la vida. Lo difícil es permane­cer cristiano.

Cuando un bebé está en el vientre de la madre, recibe de ella todos los elementos necesarios para la vida; y aun al nacer, su vida sigue un proceso natural. Nacer es relati­vamente fácil. Lo difícil es sobrevivir. Millones de niños mueren en el mundo en los primeros meses de vida. Des­nutrición, enfermedades y flagelos de todo tipo, siegan la vida de esas indefensas criaturas.

En la vida cristiana sucede lo mismo. Al comienzo mis­mo, después de nacer en Cristo, vienen las luchas y las presiones de adentro y de afuera.

El ciego de nuestra historia aceptó a Jesús. Fue al es­tanque de Siloé, se lavó y volvió viendo. Hasta ahí no hubo mayores problemas. Las dificultades surgieron des­pués: los fariseos lo expulsaron de la sinagoga y cual­quier ser humano se siente mal cuando es rechazado, cuan­do es expulsado de algún grupo humano.

¿Has aceptado tú a Jesús y quieres andar en sus cami­nos? ¡Prepárate para los problemas! Seguir a Jesús nunca fue fácil. El mismo comparó su camino con una vía estre­cha. Muchos parientes, amigos y seres queridos no esta­rán de acuerdo con la decisión que has tomado. Si se limitase a eso, tal vez no sería problema, pero algunos de ellos lucharán y harán todo lo posible para desanimarte. Se reirán de ti, se burlarán de tu “ingenuidad” y otros has­ta te perseguirán y te expulsarán del hogar o del núcleo social al que perteneces.

El enemigo es muy astuto y ciega completamente a las personas. Conocí a una señora que decía a su hija: “Pre­fiero verte a ti transformada en una drogadicta y prostitu­ta, que verte convertida en una creyente”. ¿Cómo puede un ser humano pensar una cosa de esas? Pero el cuadro que estoy presentando es una realidad. Conozco a jóvenes que fueron expulsados del hogar paterno por causa de su fe en Cristo. Conozco a esposas abandonadas por los ma­ridos por causa de sus principios y conozco también pa­dres cuyos hijos los ponen en ridículo por causa de la fe que ellos tienen en Jesús.

En los tiempos de Cristo, tampoco era fácil seguirlo. ¿Quiénes lo seguían? Personas que vivían al margen de la sociedad, prostitutas, ladrones, gente humilde, gente que en esta tierra sólo podía tener esperanzas muy débiles de felicidad.

En aquellos tiempos había gente culta, rica y de influen­cia, que se sentía atraída por Jesús, pero que lo seguían de lejos. Sin duda, el Espíritu Santo hizo brotar la simiente en esos corazones en el momento oportuno.

El precio de la fidelidad a Jesús
Después de la muerte de Jesús sus discípulos fueron perseguidos sin piedad. La mayoría de ellos murieron como resultado de su fidelidad a Jesús. La tradición dice que Pedro fue crucificado cabeza abajo. San Juan, también se­gún la tradición, fue lanzado a un tonel de aceite hirvien­do; como milagrosamente salió vivo, lo llevaron a la isla de Patmos. Allí lo encontramos escribiendo el libro del Apocalipsis.

En el segundo siglo continuó la persecución. A Diocleciano, emperador romano, se le atribuye el haber ilumina­do los jardines de su palacio con antorchas vivientes que eran cristianos cubiertos de brea. Quien vaya hoy a Roma podrá ver todavía el circo romano donde los cristianos eran despedazados por los leones por causa de su fe.

Pero todo eso, en vez de hacer que el cristianismo des­apareciese, contribuyó para que la fe cristiana se expandió por todos los rincones del planeta.

Debemos recordar que las mayores luchas que el cris­tiano ha de enfrentar no son las que proceden de las pre­siones externas. Al contrario. Parece que cuanto más otras personas combaten nuestra fe, tanto más afirmamos nues­tra confianza en Jesús. Los mayores enemigos son inter­nos; están dentro de nosotros, escondidos, a veces en el mundo inconsciente, listos a saltar y destruimos de adentro hacia afuera.

Pero Jesús nos dio la clave de la victoria, cuando pre­guntó al hombre que había recuperado la visión, después que él fue expulsado de la sinagoga:

“¿Crees tú en el Hijo de Dios?” (Juan 9:35).
Ese creer no es un creer teórico, filosófico, propio de la cultura helenística que dominaba en el tiempo de Jesús. Para los griegos, el conocimiento era apenas un asunto de aquello que entraba en la cabeza. Me explico. Para que un griego dijera que conocía una flor, iba a la biblioteca y estudiaba todo aquello que había sido escrito en relación con la flor: tipos, funciones, proceso, colores, variedades, etc. Después de haber estudiado absolutamente todo, el griego decía: “Ahora conozco la flor”.

Pero el “creer” de Jesús no es como el creer de los grie­gos. El creer del cristianismo, además de la teoría, tiene una dimensión más, que es la experiencia. En el “creer” de Jesús, para que alguien dijese que conocía la flor —ade­más de estudiar todo lo que las enciclopedias decían—, debía ir al campo y observar la flor. Debía tocarla, olería, sentirla, y sólo entonces podía decir: “Conozco la flor”.

Cuando Jesús dijo al ciego: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”, estaba hablando de una creencia experimental, no meramente teológica. ¿Cuál es la diferencia? Santiago lo explica mejor:

“Tú crees que Dios es uno; bien haces. Tam­bién los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19).

El conocimiento teórico cambia solamente los con­ceptos de la mente, pero no transforma la vida. Es fácil aceptar lo que Jesús dice. Pero es difícil vivir sus ense­ñanzas. El “creer” de Jesús es la combinación perfecta de la teoría y de la experiencia. En el Sermón del Monte él dijo:

“Perdonad a vuestros enemigos”, y levantado en la cruz y casi muriendo, vivió hasta el fin la teoría del amor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (S. Lucas 23:34).

Uno de los grandes peligros del cristianismo es dejarse dominar por la creencia diabólica, intelectual, romántica pero inoperante.

Jesús muestra una escena del día de ajuste de cuentas con el ser humano, en San Mateo 7:21-23:

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cie­los, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos mila­gros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.

¿Cómo “hacedores de maldad”? ¿Qué está queriendo decir el Señor? Profetizar, expulsar demonios o hacer mi­lagros, ¿son obras inicuas? ¿No fue él mismo quien dijo:

“Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; toma­rán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (Marcos 16:17-18)?

¿Cómo entonces hay hombres que en el día final se pierden habiendo hecho todo esto? ¿Por qué Jesús dice que hicieron “obras inicuas”? ¿En qué sentido son inicuas? San Pablo explica este misterio en la Epístola a los Roma­nos: “Y todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Roma­nos 14:23, ú.p.).

¿Ves? No basta hacer cosas buenas para ser cristiano, porque hasta las cosas buenas que el hombre hace, si no fueren frutos de una vida de comunión con Jesús, frutos de la fe, son obras pecaminosas.

A los hombres que reclaman en el día final, Jesús les explica por qué se están perdiendo.

“No todo el que me dice: Señor, Señor…” ¿Ves? No es meramente asunto de expulsar demonios y hacer curas milagrosas; es más, mu­cho más: es hacer “la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.

“No os conozco”, dice Jesús. ¿Cómo que no? ¿No esta­ba yo en la iglesia todos los días que había culto? ¿No tenía yo un cargo en la iglesia? ¿No era yo un predicador de multitudes? Nada de eso cuenta. Es ahí donde están los enemigos interiores. Los que no veo, ocultos dentro de mí, los más peligrosos y los que finalmente pueden lle­varme a la perdición.

Cómo vencer a los enemigos ocultos
Al final de cuentas, yo puedo defenderme de aquel que se burla de mi fe; yo puedo enfrentar a los que me llevan a la prisión por causa de mi fe, pero ¿cómo puedo defender­me del enemigo que ni siquiera sé que existe?

Cuando Jesús le dijo al hombre: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”, le estaba dando el secreto de la victoria y tam­bién estaba diciendo lo que Pablo explica con otras pala­bras en la Epístola a los Efesios 6:10-12:

“Por lo demás, hermanos míos, fortalezcamos al Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Por­que no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.

Ese es nuestro enemigo invisible que se nos presenta en forma de orgullo, celos, envidia, egoísmo, codicia, y males semejantes.

¿Cómo vencer a esos enemigos ocultos, que se agaza­pan en lo más íntimo de nuestro carácter y personalidad? “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”, pregunta Jesús. “Forta­leceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”, aconseja Pablo. “Separados de mí nada podéis hacer”, vuelve a afir­mar Jesús, y, “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, concluye Pablo.

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peli­gro, o espada?… Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ánge­les, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa crea­da nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35, 37-39).

Un día Juan llegó a Jesús, cargando los harapos de una personalidad desfigurada por el pecado. Llevaba un so­brenombre que combinaba con su carácter explosivo: “Hijo del trueno”. El estaba cansado de cargar los problemas planteados por su carácter tan difícil. Pero fue Jesús tal como era, y luego permaneció a su lado todo el tiempo.

Jesús tenía doce discípulos. Once de ellos podrían ser considerados “buenos miembros de iglesia”. No robaban, no mataban, no adulteraban. Juan salía de la mediocridad de ser apenas un buen miembro de la iglesia y pasaba horas a solas con Jesús. Lo que lo llevaba a buscar a su Maestro era justamente el hecho de estar consciente de su tempe­ramento rudo. Las personas que ajuicio de ellas son “bue­nas”, no necesitan de Jesús. Creen que les basta con ser buenos miembros de la iglesia. Juan reclinó su cabeza en el pecho de Jesús. ¿Tú ya hiciste eso alguna vez? ¿Cuánto tiempo pasas a solas con el Cristo en quien tú crees? ¿Qué tipo de “creer” es el tuyo?

La diferencia entre Juan y los otros once sólo se advir­tió cuando llegó la persecución. Tú nunca sabrás cuál es la calidad de tu cristianismo hasta que no tengas que en­frentar turbulencias en tu vida.

Once discípulos abandonaron al Maestro. El único que quedó hasta el fin al lado de Jesús fue Juan, a quien el Señor le encomendó el cuidado de su propia madre. Des­pués de su resurrección Jesús ascendió al cielo, y Juan continuó pasando mucho tiempo a solas con Jesús, en la persona del Espíritu Santo.

Un día lo encontramos anciano en la isla de Patmos. Debía tener entonces cerca de 100 años. Nadie más lo lla­maba “hijo del trueno”. Ahora todos lo conocían como “el discípulo del amor”. Dime, ¿en qué momento cambió el carácter de Juan? ¿Puede él o alguien determinar el mo­mento exacto en que dejó de ser un peleador para volver­se el dulce anciano que ahora era? No. Él acudió a Jesús, convivió con él y en ese compañerismo diario el carácter de Jesús fue reproduciéndose en Juan.

¿Estás cansado de luchar y luchar y no conseguir nun­ca la victoria que anhelas? ¿Estás siendo constantemente derrotado por enemigos interiores que están en tu propio carácter? ¿Son ellos tantos que a veces sientes que no vas a conseguir vencerlos? Ve a Jesús tal como estás. Pon todo en sus manos, el presente, el pasado y el futuro. No te apartes de él. Aprende a vivir con él las 24 horas del día. Permite que Jesús participe de tus sueños, planes, lu­chas y tristezas. Depende de él y te sorprenderás con los resultados que aparecerán en tu vida.

Los fariseos podían expulsar a aquel hombre de la si­nagoga, pero no podían expulsar a Jesús de su vida. Ahí estaba para siempre el secreto de su victoria. Por eso Je­sús le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”

 

Fuente:
Elsie Vega

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