El pecado, como transgresión de la ley de Dios, coloca a la humanidad en un estado de culpa, sujeto al juicio de Dios. La culpa de Adán, como cabeza federal o representativa (pacto) de la humanidad, se acredita a su posteridad, y solo la obediencia de Cristo, como el último Adán, puede eliminar esta culpa.
SUMARIO
El pacto original que Dios hizo con Adán en el jardín incluía tanto estipulaciones (el mandamiento de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal) como sanciones (la advertencia de muerte en caso de desobediencia). La decisión de Adán de rechazar la Palabra de Dios lo llevó a él y a su posteridad a un estado de culpa ante Dios. Como cabeza del pacto de toda la humanidad, la culpa de Adán es imputada o acreditada a su posteridad. El pecado humano resultó en el juicio divino y colocó a la humanidad en necesidad de la gracia divina. Bajo el antiguo pacto, Dios proporcionó un medio provisional para eliminar la culpa del pecado por medio del sistema de sacrificios, pero la eliminación definitiva de la culpa se logró en el nuevo pacto mediante la obediencia de Cristo. Los creyentes pueden tener la seguridad, incluso en esta vida, de que no existe condenación para los que están unidos a Cristo. En el día del juicio, los creyentes serán vindicados formalmente por la justicia de Cristo, pero los que están fuera de Cristo pagarán el castigo eterno debido a su culpa.
Culpa en el jardín
Los teólogos a menudo debaten si el arreglo entre Dios y la pareja humana original, Adán y Eva, constituye un pacto. Aunque la palabra no se usa, parece que todos los elementos de un pacto están presentes: las dos partes entran en un acuerdo solemne entre sí; el Señor divino hace provisión para sus siervos, estipula cuáles son sus obligaciones (el mandato de señorear sobre la tierra y la prohibición de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal) y les impone sanciones particulares por la desobediencia (muerte segura) y por la obediencia (la promesa implícita del árbol de la vida). Los teólogos reformados han hablado de esta relación original con la humanidad como el pacto de la creación, con Adán como la cabeza federal (es decir, del pacto) de la raza humana. Incluso si algunos no desean usar el lenguaje del pacto para describir este arreglo, es innegablemente cierto que el pecado de Adán afecta a toda su posteridad. Como Adán fue creado a imagen de Dios, así también su descendencia, Set, fue engendrada a su imagen y semejanza (Gn 5:3). La consecuencia del pecado de Adán, la pena de muerte, se extiende a todo el linaje de Adán (nótese el estribillo repetido en Gen 5: «y murió»). El pecado provoca la corrupción de la constitución moral de la humanidad: el pecado está ahora agazapado a la puerta, queriendo dominarnos (4:7). El pecado también introduce alienación en las relaciones de la humanidad: su relación con Dios, su relación con los demás, su relación con la tierra e incluso su relación con ellos mismos. Pero aún más fundamental que esta corrupción moral y alienación relacional es la realidad de la culpa del pecado: el pecado es fundamentalmente la transgresión del mandato de Dios y, por lo tanto, su consecuencia más fundamental es la responsabilidad ante el juicio de Dios. «Porque el día que de él comas, ciertamente morirás» (2:17).
La sentencia de muerte que resulta de la desobediencia humana es tanto física como espiritual. Aunque Adán no murió inmediatamente después de su pecado original, la corrupción física que lo conduciría a su muerte comenzó ese día. A partir de entonces, su vida estará marcada por el trabajo físico, que sólo terminará en su regreso al polvo del que fue formado (3:19). Además, la separación espiritual de Adán de Dios, su muerte espiritual, tuvo una expresión conmovedora cuando Adán se escondió de la presencia del Señor (3:8). A partir de ese momento, Adán y su posteridad se vuelven culpables ante la justicia santa de Dios y necesitan la misericordia divina para reconciliarse con Él. Esta misericordia se destaca en la promesa críptica contenida en la maldición de la serpiente, el llamado protoevangelio, la primera promesa del evangelio: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; Él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el talón» (3:15). Aunque Adán y Eva se habían cubierto con hojas de higuera (3:7), Dios mismo les proporciona una cubierta en forma de pieles de animales, lo que implica que la muerte de otro, la muerte de un sustituto, debe ser el medio de expiación por la culpa de la humanidad (3:21).
Culpa original
Pero, ¿cuál es la relación entre la culpa en que Adán incurrió debido a su primer pecado y la culpa que llega a su posteridad? En respuesta a esta pregunta, los teólogos cristianos han debatido la mecánica precisa de la doctrina del pecado original: la realidad de que los humanos son pecadores desde su origen, desde su misma concepción (Sal 51:5). En el siglo V, el sacerdote británico Pelagio sugirió que los humanos son concebidos en inocencia y solo se vuelven culpables al imitar los pecados de los demás, pero esta posición ha sido reconocida como herética por todas las ramas de la teología cristiana. Los teólogos orientales suelen argumentar que los seres humanos nacen en un estado de corrupción moral, una especie de enfermedad moral que necesita curación, pero que solo incurrimos en culpa por nuestros pecados personales. Los teólogos occidentales, por otro lado, han sostenido que el pecado original implica tanto culpa como corrupción, pero han debatido cómo se transmite este pecado a la posteridad de Adán.
En una propuesta ingeniosa, Agustín de Hipona sugirió que toda la raza humana estaba realmente presente en Adán en forma de semilla, de modo que cuando Adán pecó, su posteridad realmente pecó en él. La humanidad se constituyó así como un todo unido en Adán (en sus lomos, por así decirlo; cp. Heb 7:10), y la culpa y la corrupción de Adán, por lo tanto, se extendieron a su posteridad por generación natural. Este punto de vista a veces se denomina realismo (porque toda la humanidad realmente pecó en Adán) o como presencia seminal (porque toda la humanidad estaba presente en Adán en forma de semilla).
El principal rival de esta comprensión del pecado original se encuentra en la tradición reformada que concibe la transmisión del pecado en términos de jefatura federal. En este entendimiento, Adán fue constituido por Dios como el representante del pacto de toda la raza humana de tal manera que las consecuencias de la fatídica decisión de Adán son imputadas o acreditadas a su posteridad. Este punto de vista concuerda mejor con el testimonio de la Biblia como un todo, tratando el pecado no como una decisión privada sino como una realidad pública. La noción de solidaridad corporativa es un tema prominente a lo largo de las Escrituras. Por ejemplo, el pecado de Acán se llevó contra todo Israel (Jos 7) y los pecados de los reyes a menudo traían juicio sobre toda la nación. En el Nuevo Testamento, Pablo parece entender el pecado de Adán también en estos términos del pacto. La culpa del pecado reinó incluso sobre aquellos que vivieron entre Adán y la promulgación de la ley por medio de Moisés, es decir, incluso sobre aquellos a quienes no se les había dado un mandamiento especialmente revelado por Dios (Ro 5:12-14). ¿Por qué? Porque el pecado y la muerte (la culpa en que se incurre por el pecado) se propagan desde Adán como representante de la humanidad. El paralelo que traza Pablo entre Adán como tipo y Cristo como cumplimiento, o antitipo, hace que esta verdad sea aún más evidente. Así como la desobediencia de Adán trajo condenación y muerte a todos los que están unidos a él en pacto por generación natural, así también la obediencia de Cristo trae justicia y vida a todos los que están unidos a Él en el nuevo pacto por la fe (Ro 5:18–21). Pablo introduce el mismo punto en otra de sus cartas: «Porque ya que la muerte entró por un hombre, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Co 15:21-22). La historia de la humanidad es una historia de dos Adanes, una historia de dos representantes del pacto: nacemos en el primer Adán, en quien somos considerados culpables e incurrimos en la sanción de muerte; y debemos nacer de nuevo en el postrer Adán, en quien somos contados justos y recibimos el don de la vida de resurrección.
La eliminación de la culpa
Desde el jardín en adelante, Dios continuó mostrando misericordia a los culpables portadores de Su imagen. Como hemos visto, Dios proveyó el primer sacrificio por el pecado al tomar pieles de animales para cubrir la desnudez de Adán y Eva, y prometió que de la descendencia de la mujer saldría un redentor. Especialmente en la ley de Moisés, Dios hizo una provisión para el sistema de sacrificios a fin de reparar la brecha creada por la culpa humana. Uno de esos sacrificios fue etiquetado explícitamente como una «ofrenda por la culpa», pero todos los sacrificios levíticos asumen este carácter expiatorio. Las instrucciones dadas para el holocausto son especialmente instructivas (Lv 1). El oferente debía llevar su sacrificio a la entrada del tabernáculo, poner su mano sobre la cabeza de la ofrenda (representando de manera simbólica la transferencia de la culpa al animal) y matar al animal ante la presencia del Señor. Luego, los sacerdotes debían quemar el animal como una ofrenda quemada completa, con el humo del sacrificio ascendiendo a Dios como un «aroma agradable», lo que indica que Dios se complació en aceptar la ofrenda como sustituto del que la traía. Los sacrificios del Día de la Expiación también tenían este carácter de remoción de culpa, con un toro, un carnero y una cabra sacrificados como ofrenda por el pecado y el chivo expiatorio llevado al desierto (Lv 16). Por lo tanto, el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento produjo la remoción de la culpa y la presencia del pecado del pueblo de Israel.
Pero el Antiguo Testamento también anticipa la realidad de que estos sacrificios, aunque aceptados provisionalmente por Dios, no eran la solución final al problema de la culpa humana. Los dolores de la culpa aún afligían al pueblo de Dios. El Salterio y los escritos proféticos demuestran con frecuencia que el sacrificio que agrada a Dios no es solo el de los animales, sino el sacrificio del corazón: una vida de obediencia, acción de gracias y alabanza. La misteriosa figura del Siervo del Señor en Isaías incluso insinúa que será un ser humano el que será entregado de manera vicaria como ofrenda por el pecado para eliminar la transgresión y la iniquidad del pueblo de Dios (Is 53).
Esta anticipación del Antiguo Testamento, entonces, nos lleva al cumplimiento del Nuevo Testamento en Cristo. Toda la vida humana encarnada de Cristo se ofrece a Dios como sacrificio (Heb 10:1-10), pero su muerte trata especialmente el problema de la culpa humana. Aunque sus acusadores no pudieron encontrar culpabilidad en Él (Jn 19:6), Cristo murió en el lugar de los pecadores culpables, representado de manera dramática por la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús (Mt 27:15-23). Entre las muchas metáforas del Nuevo Testamento para representar Su muerte, la obra expiatoria de Cristo se describe como una propiciación o satisfacción de la justicia de Dios por causa de los pecadores culpables (Ro 3:25; 1 Jn 2:2; 4:10). La muerte de Cristo es el cumplimiento de todo lo tipificado en el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento. El sacrificio singular de Cristo logró lo que la sangre de toros y machos cabríos nunca pudo hacer: quitó la culpa del pecado, limpiando y santificando al pueblo de Dios (Heb 1:11–14). Los creyentes en Cristo, por lo tanto, experimentan la eliminación de la culpa incluso ahora en esta vida. Aunque continúan luchando contra la carne, no hay condenación para los que están unidos a Cristo, porque Cristo mismo condenó el pecado en Su semejanza de carne de pecado, aunque Él nunca pecó (Ro 8:1–3; cp. Heb 4:15). En el último día, cuando Cristo regrese para juzgar a vivos y muertos, los creyentes serán vindicados de manera formal y plena por la obra de Cristo y salvados por Él de la ira de Dios (Ro 5:9). La culpa comenzó en el jardín, pero finalmente será erradicada en la Jerusalén celestial.
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Jenny Midence-García