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El orgullo de ser evangélico

Tengo que reconocerlo: durante mucho tiempo, me costó definirme como evangélico. Me daba vergüenza hacerlo, pero lo vivía sin culpa. No era por mi fe, sino a causa de lo que otros hacen con nuestro honroso nombre.

Según el Diccionario María Moliner, existen dos tipos de orgullo: el negativo, que todos conocemos y se emparenta de manera natural con la soberbia, y el legítimo, aquel que nos hace sentir la satisfacción de ser parte de algo. Sobre este último versa este artículo: sobre el santo orgullo de ser Hijo de Dios.

Hay canales de televisión evangélicos, radios evangélicas, música evangélica, libros evangélicos, llaveros evangélicos, ropa evangélica. Hay también, una forma de hablar propia de quienes así nos definimos. Todo esto no me hace sentir orgullo. Por el contrario, me encierra en una definición que me resulta incómoda: no leo libros evangélicos, no veo programas evangélicos, no escucho música evangélica. Y, por supuesto, tampoco tengo un llavero que dice “Jesús te ama”. Sin embargo, sé que lo hace y trato de vivir cada día recordando que su sacrificio implica también una responsabilidad.

Para quienes lo ven de afuera, ser evangélico es ser un poco ignorante, un poco gritón, un poco loco. Es dejarse engañar por vendedores de humo, estafadores profesionales que prometen lo que no pueden cumplir. Ser evangélico no tiene nada que ver con esto, pero no puedo dejar de reconocer que algo de razón hay en el planteo. Es lo que muestran los medios de comunicación, los cines convertidos en templos del más espurio comercio espiritual, los pastores de habla atravesada que no se ruborizan al mentir descaradamente.

Para los que lo ven desde adentro, ser evangélico es vivir en un pequeño reino maravilloso donde todos hablamos el mismo lenguaje, entonamos las mismas canciones y nos alienamos de la realidad en absoluta sintonía. De nuevo, dolorosamente, ser evangélico no tiene nada que ver con esto; y sin embargo, es la forma en la que muchos lo entienden.

Ser evangélico es tener algo que decirle a una sociedad que camina irremisiblemente hacia su propia destrucción. No es ser profeta del desastre; eso puede hacerlo cualquier filósofo que tenga los pies en el suelo y la cabeza sobre el cuello. Ser evangélico es ver la realidad y ser fiel a la verdad.

¿Qué realidad? La de hombres y mujeres que transitan por las calles de nuestras desgastadas ciudades sin otras esperanza que el sobrevivir a un día más, llenando sus vidas con los despojos de un capitalismo que de tan salvaje ya se está comiendo a sí mismo.

¿Qué verdad? La de un hombre que, habiendo transitado las calles de nuestras desgastadas ciudades, sintió compasión por nosotros y nos ofreció el regalo de una esperanza más poderosa que la muerte.

Ser evangélico es encarnar la buena noticia en un mundo de malas noticias. Ser evangélico es darse cuenta de que las paredes de un templo no pueden contener un mensaje que atraviesa la Historia para darnos esperanza. Ser evangélico es, más allá de la forma que hayamos elegido para vivir nuestro cristianismo, comprender que soy hijo del padre más generoso y fiel.

Por eso, y aunque la maldad de los de afuera y la torpeza de los de adentro nos hagan dudar, hoy más que nunca, ser evangélico es un santo orgullo.

 

Fuente:
Ezequiel Dellutri

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