En nuestra relación con Dios, es fundamental comprender que como hijos, no estamos en una posición de mendigos, sino en una posición de herederos. La Palabra nos enseña en Romanos 8-17 que somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo». Esto significa que nuestra confianza no debe estar en lo que podemos obtener a través de la insistencia, sino en la fidelidad de nuestro Padre Celestial, quien sabe lo que necesitamos aún antes de que lo pidamos (Mateo 6-8).
El hijo que entiende su identidad sabe que su Padre tiene cuidado de él. Por eso, en lugar de desesperarse, espera con fe y paciencia. Como dice el Salmo 37-7 Guarda silencio ante Jehová, y espera en Él. No se trata de resignación, sino de una espera activa, una confianza inquebrantable en que Dios, en Su tiempo perfecto, cumplirá Sus promesas.
Cuando pedimos con desesperación, a menudo revelamos dudas sobre el amor y la provisión de nuestro Padre. Sin embargo, la verdadera fe nos lleva a descansar, a ser como un niño que confía plenamente en los brazos de su padre, sabiendo que nunca lo abandonará.
Jesús mismo nos dio el mejor ejemplo de esto en el huerto de Getsemaní. Aunque pidió que pasara de Él la copa de sufrimiento, también esperó con obediencia y confianza en la voluntad del Padre, diciendo: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Lucas 22-42).
Hoy, como hijos de Dios, seamos recordados de nuestra posición en Su reino. No vivimos en la incertidumbre de un futuro incierto, sino en la seguridad de un Padre que nunca falla.
Esperar no es inactividad, sino fe en acción. Es orar, alabar y confiar mientras vemos cómo Dios obra en nuestras vidas.