El evangelio es la buena noticia de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado y mediador del pacto de la gracia, quien se une a Su pueblo por el Espíritu por medio de la fe para perdonar su pecado y reconciliarlo con Dios. En consecuencia, lo justifica, santifica y adopta para la esperanza de la vida eterna con Dios en la nueva creación con cuerpos resucitados.
Es una buena noticia precisamente por su trasfondo de pacto, sus beneficios para el creyente cristiano y sus implicaciones cósmicas. De acuerdo con Su pacto, el Dios trino planeó la redención al enviar a Jesucristo como el segundo Adán, quien, como Dios encarnado, habitó en un cuerpo humano para obedecer en lo que Adán había fracasado. Jesús satisface la penalidad del pacto de obras al morir en la cruz, mientras cumple con su requisito de obediencia perfecta a Dios. Así aseguró la vida eterna para los elegidos de Dios al representarlos en el pacto de gracia. El cristiano, entonces, se beneficia de su unión con Cristo por medio de la fe otorgada por el Espíritu, de manera que es perdonado por sus pecados y reconciliado con Dios, justificado, santificado, adoptado e incorporado en Su cuerpo, la iglesia. A nivel cosmológico, la muerte y resurrección de Cristo inaugura, garantiza y da testimonio de la consumación final, cuando nuestros cuerpos resuciten como el Suyo y el mundo se renueve sin la presencia del pecado y el sufrimiento, y se perfeccione para ser la morada de Dios con Su pueblo.
El evangelio es la buena noticia de la muerte y resurrección de Jesucristo. Es una buena noticia precisamente por su trasfondo de pacto, sus beneficios para el creyente cristiano y sus implicaciones cósmicas.
Los pacto de obras y de gracia. La historia de la salvación
Para entender las buenas noticias, tenemos que reconocer la condición caída de la humanidad que se deriva del pecado original de Adán (Ro 5:12-21). Dios designó a Adán como cabeza representativa de la raza humana en el pacto de obras (Confesión de Fe de Westminster 7:2 [CFW], Catecismo Mayor de Westminster 12 [CWM]) y le prometió la recompensa de la vida eterna a él y a su posteridad sobre la base de su perfecta obediencia: para desterrar la presencia de la serpiente del jardín, fructificar, multiplicarse y caminar en comunión con el Señor y así participar del árbol de la vida. Al cumplir las estipulaciones del pacto de obras, Adán aseguraría la vida consumada y, por lo tanto, ya no sería susceptible de caer en la tentación, la amenaza de muerte o la pérdida de la comunión con Dios. El estado original en el Jardín, entonces, era bueno, pero no consumado. Era un estado de prueba.
Por supuesto, Adán cayó trágicamente al escuchar a la serpiente en lugar de a Dios (Gn 3), y al hacerlo perdió su justicia original y se convirtió en culpable. Debido a que Adán era la cabeza federal de la humanidad y la «raíz del género humano» (CFW 6:3), impartió tanto la corrupción original como la culpa original al resto de la raza humana en la caída.1 Por la desobediencia de Adán, los muchos «fueron hechos» injustos (Ro 5:12, 18-19), es decir, su culpa les fue imputada (culpa original) y heredaron su naturaleza humana caída (corrupción original), lo cual hizo a los seres humanos incapaces de recibir cualquier bien salvador a los ojos de Dios (Ro 3:8-18).
Esta caída, sin embargo, no tomó a Dios por sorpresa, sino que fue permitida para el bien mayor de la redención que se encuentra en y por medio de Jesucristo (CFW 6:1; Ef 1:3-14). Con la humanidad caída, incapaz de alcanzar la vida, Dios se complace en formar el pacto de gracia: «en el que ofrece de manera gratuita la vida a los pecadores y la salvación por medio de Jesucristo, al requerirles la fe en Él para que puedan ser salvos, y prometiendo dar Su Espíritu Santo a todos aquellos que han sido ordenados para la vida eterna, dándoles así voluntad y capacidad para creer» (CFW 7:3). Esto fue de acuerdo con el plan de Dios en el pacto de redención (lat. pactum salutis) en la eternidad pasada, por el cual decretó libremente elegir un pueblo para Sí mismo por medio de un mediador, Jesús.
Esta es una buena noticia porque Jesucristo viene como el segundo Adán para revertir la maldición de la caída y lograr lo que Adán debió haber logrado en representación de la raza humana. Jesucristo, el verdadero Hijo de Dios (Lc 3:38), viene a destruir las obras del diablo y a obedecer a Dios de manera perfecta, incluso hasta la muerte (1 Jn 3:8). En Su humillación, Jesús cumplió con éxito los requisitos de justicia que requería el pacto de obras y se le confirió el Nombre que es sobre todo nombre en Su exaltación (Fil 2:5-11). Sin embargo, a diferencia de Adán, Jesús no solo tuvo que cumplir los requisitos del pacto de obras, sino que también tuvo que sufrir su castigo por la desobediencia de Adán y de la humanidad. Tuvo que vivir la vida que nosotros debimos haber vivido y experimentar la muerte que nosotros debimos haber experimentado. Él obedeció de manera perfecta a Dios (obediencia activa) y sufrió la plenitud de la ira de Dios (obediencia pasiva), para que los representados por y unidos a Él tuvieran vida eterna y comunión con Dios. Su estado de humillación precede a Su estado de exaltación, y los que están en unión con Cristo también serán exaltados, siempre y cuando sufran con Él (Ro 8:17).
Cristo pudo hacer todo lo necesario para asegurar nuestra salvación porque era Dios encarnado. El mediador tenía que ser divino, porque «la salvación es del Señor» (Jon 2:9), y «ninguna simple criatura puede soportar el peso de la ira eterna de Dios en contra del pecado y liberar a otros de ella» (Catecismo de Heidelberg [CH], P&R 14); y el mediador tenía que ser humano, porque fue la humanidad la que pecó contra el Señor y es la humanidad la que debe a Dios la verdadera justicia (CH, P&R 15). La muerte de Cristo en la cruz representa el pago completo de la penalidad del pecado y Su resurrección reivindica Su justicia, ya que Dios no permitirá que Su Santo «vea corrupción» (Hch 2:24-7).
Tenemos que reconocer que el evangelio es esta buena noticia de la redención realizada en Cristo Jesús, antes de poder entender cómo se aplica al creyente. La historia de la salvación (lat. historia salutis), basada en el plan de salvación (lat. pactum salutis), precede por lógica al orden de la salvación (lat. ordo salutis). En la siguiente sección se expone cómo los cristianos pueden beneficiarse de la obra realizada por Cristo.
La unión con Cristo: El orden de la salvación
La humanidad, ahora «muerta» en sus delitos y pecados (Ef 2:1-3), está destituida de la gloria de Dios. A diario comprobamos que estamos bajo la ira de Dios (Ro 1:18-32) y, sin la fe en Cristo, ya hemos sido «condenados» bajo el pacto de obras (Jn 3:18). Sin embargo, Dios otorga de forma gratuita el poder de la fe a los elegidos al regenerarlos en el Espíritu (Ef 2:4-10). Por lo tanto, la salvación es totalmente por gracia y no por ningún esfuerzo o mérito humano (Ro 9:16). Por la regeneración, el creyente es hecho capaz y dispuesto a poner su fe en Cristo Jesús y, como tal, es unido a Cristo por Su Espíritu. En la unión con Cristo, los creyentes reciben «justificación, santificación y redención» (1 Co 1:30). De hecho, la unión con Cristo es la piedra angular para la doctrina de la salvación, de tal manera que Herman Bavinck subrayó (con Calvino) que «no hay participación en los beneficios de Cristo más que por la comunión con Su persona» (Bavinck, Reformed Dogmatics [Dogmática reformada], 3:525). La regeneración, la fe y la conversión fluyen, pues, del pacto de gracia y son dones del Espíritu para los elegidos: «son beneficios que ya fluyen del pacto de gracia, la unión mística, la concesión de la persona de Cristo» (Bavinck, Reformed Dogmatics, 3:525).
Por la fe y en unión con Cristo, los cristianos reciben los beneficios de la justificación, la santificación y la adopción, lo que «manifiesta» nuestra unión con Él (CMW 69). Somos justificados con la justicia de Cristo, de manera que Su justa obediencia se nos imputa y somos declarados justos ante el tribunal de Dios (Ro 5:12). Somos santificados, apartados del mundo, hechos santos y así capaces de obedecer a Dios de manera progresiva por medio del Espíritu (1 Co 1:3; Ef 2:10; 2 Co 5:17). La justificación corresponde a nuestra culpa original, debido a que recibimos una nueva condición de justicia; la santificación remedia nuestra corrupción original, dado que por el Espíritu somos renovados a una nueva obediencia. También somos adoptados como hijos con Cristo como nuestro hermano mayor y precursor de la fe (Gá 3:26) y, por lo tanto, incluidos en la familia del pacto de Dios, la iglesia (Ef 2:19-22; Col 1:15-20). En efecto, no hay unión con Cristo, nuestra cabeza, si no incorpora también a Su cuerpo, la iglesia (Ef 1:22).
La unión con Cristo nos confiere estos beneficios, porque lo que ocurrió primero en Él nos es dado. Su resurrección fue Su justificación, no como si fuera un pecador que necesitaba una justicia ajena imputada, sino como la vindicación de Su justicia (Ro 4:24); la resurrección de Cristo fue Su santificación, es decir, no como un pecador renovado, sino como el impecable que ha sido liberado de la presencia de los efectos del pecado y en Su ascensión ha sido apartado para la presencia de Dios (Ro 6:10-11). Su resurrección fue también el punto en el que fue «declarado Hijo de Dios» (Ro 1:4; Heb 1:1-4), no porque fuera hecho Dios (pues ya era eternamente el Hijo divino de Dios), sino porque Su obra en la historia redentora como el segundo Adán fue completada: Cristo era el verdadero y obediente Hijo adámico de Dios, el Mesías. Sin embargo, lo que le ocurrió a Cristo simultáneamente en Su resurrección, se nos aplica por Su Espíritu en dos fases: primero por la fe y después por vista (2 Co 4:16-18; 5:7). Nuestra justificación, santificación y adopción por la fe anticipa nuestra resurrección futura, en la que por medio de nuestra visita podremos contemplar nuestra justificación, santificación y adopción.
Renovación cósmica: Resurrección
Nuestra regeneración y la resurrección de Cristo manifiestan y anticipan algo todavía futuro: la resurrección de nuestros cuerpos. Un cuerpo consumado y eterno, que ya no es susceptible al pecado, la tentación, el sufrimiento, la muerte o la decadencia. La resurrección de Cristo es la «primicia» de nuestra resurrección. Es decir, si Él es nuestra cabeza y la iglesia es Su cuerpo, entonces la resurrección de la cabeza garantiza y anticipa la resurrección del cuerpo (1 Co 15:44-55). Su cuerpo es el cuerpo «espiritual» del «hombre celestial» (1 Co 15:46, 49), es decir, un cuerpo que proviene del Espíritu, de lo alto. Nuestra nueva naturaleza regenerada e inaugurada por el Espíritu, también es una garantía de que recibiremos este nuevo cuerpo resucitado (Ef 1:13-14). Aunque nuestros cuerpos se están deteriorando ahora, nuestro «hombre interior se renueva de día en día», mientras ponemos la vista en las cosas que no se ven y que son eternas (2 Co 4:16-18).
Como nos recuerda Pablo, toda la creación espera con anhelo la redención (y resurrección) de nuestros cuerpos, pues la aparición de nuestros cuerpos glorificados es simultánea con la renovación consumada de toda la creación:
Pues considero que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada. Porque el anhelo profundo de la creación es aguardar ansiosamente la revelación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto. Y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo (Ro 8:18-23).
Sorprende el hecho de que Pablo argumenta en su carta a Tito que este poder de la nueva creación escatológica (gr. palingenesia) ya está en los cristianos ahora por el Espíritu:
Él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a Su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por Su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna (Tit 3:5-7).
En otras palabras, el poder del Espíritu que marca la nueva creación —ese poder que permite la obediencia, la santidad y la comunión inmutable con Dios en la era consumada— ya está en nosotros ahora. Nuestra regeneración en efecto significa que ya somos una «nueva criatura» (2 Co 5:17), las cosas viejas pasaron, ahora fueron hechas nuevas. Nuestra regeneración en realidad significa que ya participamos en el reino venidero de Dios; ese reino ya está aquí, inaugurado, pero aún no se ha consumado. La inauguración de nuestra renovación en nuestro interior garantiza la renovación y consumación de todo nuestro ser en la resurrección del cuerpo en la glorificación.
Todo esto significa que debemos vivir de tal manera que nuestras vidas actuales sean testigos —de alguna manera pequeña, pero real— de ese día final en el que el pecado ya no existirá. Aunque seguimos luchando contra la presencia del pecado y el poder residual de la carne en el tiempo presente, nuestra obediencia no es en vano, ya que el Espíritu actúa en nosotros. El evangelio significa que toda nuestra vida y nuestras relaciones deben testificar de esa obra nueva de Dios: la gracia restaura la naturaleza. Cómo volvería a subrayar Herman Bavinck «El evangelio es un anuncio gozoso, no solo para la persona individual, sino para la familia, para la sociedad, para el Estado, para el arte y la ciencia, para todo el cosmos, para todo el gemido de la creación» (“Catholicity of Christianity and the Church” [Catolicidad del cristianismo y de la iglesia], p. 224).
Sin embargo, esta buena noticia para toda la creación y para nuestros cuerpos no debe eclipsar el fin último de nuestra existencia consumada: la comunión con Dios en la visión beatífica. La nueva ciudad es una en la que la luz del Señor ilumina todo el mundo: «El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos» (Ap 21:3). Este es el fin último de la esperanza cristiana: «Una cosa he pedido al SEÑOR, y ésa buscaré: que habite yo en la casa del SEÑOR todos los días de mi vida» (Sal 27:4). En efecto, según la tradición cristiana clásica, uno de los propósitos de nuestros cuerpos consumados sin pecado es que podamos contemplar al Señor eternamente y no perecer en la visión beatífica. Esta es la buena noticia: ahora estamos en unión con Cristo por fe y estaremos en unión con Cristo por vista.