Jesús se dirige en estos términos a sus hermanos, ante la insistencia de éstos, para que se manifestara en Judea, saliendo de los límites de Galilea, donde se había recluido desde la pascua anterior, que había tenido lugar en el mes de abril. La fiesta de los tabernáculos se celebraba en otoño, hacia el mes de octubre. Este retiro en Galilea tiene como causa, “el que los judíos procuraban matarle”, por eso Jesús “no quería andar en Judea” (v. 1).
Seis meses antes, por la fiesta de la pascua, Jesús había sanado en sábado a un paralítico:
“Por esto los judíos aun más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios” (Juan 5:18).
Este pasaje del capítulo cinco nos da las claves para entender el diálogo, que en este capítulo siete sostiene Jesús con sus hermanos, el pueblo y los gobernantes. Si no estuviese aquí escrito: “Porque ni aun sus hermanos creían en El” (v. 5), diríamos que el interés mostrado por ellos, para que los discípulos de Jesús conocieran sus obras, y no quedaran en lo secreto, sería una prueba de su convencimiento de que Jesús era el Mesías. Pero no es así, Jesús hace patente la diferencia entre mi tiempo y vuestro tiempo; “el mundo no puede aborreceros a vosotros, pero a Mí me aborrece” (v. 7). El tiempo, del que habla Jesús, es la consumación como Cordero de Dios en el sacrificio de la cruz. Esto era algo que en manera alguna encajaba en la mentalidad mesiánica de sus hermanos. Jesús les dice que “vuestro tiempo siempre está presto”, pues ellos buscaban hacer su propia voluntad, mientras que Jesús hacía la voluntad del Padre y en el tiempo señalado por Su Padre. Esta fidelidad de Jesús choca con la actitud de sus propios hermanos e incluso con la de los gobernantes de su pueblo.
El Señor Jesús dice a sus hermanos que el mundo no les puede aborrecer. ¿Por qué razón? Porque son del mundo y el mundo ama lo suyo (Juan 15:19). Por tanto no puede haber acuerdo entre Jesús y sus hermanos, porque Él no es del mundo. Incluso lo que ellos esperaban de Jesús era puramente terrenal, pero Jesús es portador de promesas celestiales, hechas realidad en Él. Así dice Pablo:
“Todas las promesas de Dios son en Él SÍ y en El AMÉN” (2 Corintios 1:20).
En esta charla posicional entre Jesús y sus hermanos Él se atiene a su tiempo, y no acompaña a sus hermanos a Jerusalén. Más tarde él también va a Jerusalén, pero no “abiertamente”, es decir, como si su tiempo hubiese llegado, sino en “secreto”.
Los judíos que de distintas partes habían venido a la fiesta se preguntaban: “¿Dónde está Aquel?”
Entre estas personas había distintas opiniones, unos decían: “es bueno”, y otros decían: “engaña al pueblo” (v. 12). Pero estas opiniones, sobre todo las que estaban de parte de Jesús, no eran expresadas “abiertamente” por miedo a los judíos” (v. 13). Este miedo nacía de la prohibición expresa de los dirigentes del pueblo, para escuchar a Jesús. Sin embargo a Jesús no le preocupaba tal prohibición, y así, “a la mitad de la fiesta subió Jesús al templo, y enseñaba” (v. 14).
Ante esta enseñanza los judíos del pueblo llano se encontraban perplejos al ver el poder de la Palabra de Jesús y Su sabiduría, y por otra parte la advertencia prohibitiva de los sacerdotes, escribas y fariseos. Por desgracia este dilema todavía permanece hoy en muchas iglesias y sobre todo es evidente en la Iglesia C. Romana. Las doctrinas oficiales se oponen al poder de la Palabra de Jesús y a Su sabiduría.
Pero el Señor Jesús nos enseña un método para conocer, si la doctrina que nos enseñan es de Dios o si esas personas hablan por su propia cuenta y riesgo.
“Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no es mía, sino de AQUEL que me envió. El que quiera hacer la VOLUNTAD de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si Yo hablo por mi propia cuenta” (v. 16,17).
La clave de este discernimiento doctrinal se basa “en querer hacer la Voluntad de Dios”. Esto era válido para los que escuchaban la Palabra de Dios de labios de Jesús, y también para los que la quieren escuchar hoy.
El gran problema de Israel fue que dejó de escuchar a Dios, y escuchaba a los hombres que decían hablar de parte de Dios. Como hoy hacen tantos hombres y mujeres que escuchan a los que dicen hablar en nombre de Dios. Pero estos hombres y mujeres no tienen comprobante alguno, para saber si esa doctrina es de Dios, a no ser que ellos mismos estén decididos a hacer la voluntad de Dios.
No hay doctrinas de hombres que nos puedan dar a conocer a Dios, sólo Dios nos puede dar a conocer su propia voluntad. Esta voluntad es la manifestación de Su Amor en Su Hijo Jesucristo, por eso Su voluntad para el que cree es vida eterna en Cristo Jesús.
De ahí que no se trate de estar de parte de estos o de parte de los otros, sino de parte de la voluntad de Dios. Y esa persona tendrá el testimonio en sí misma, para discernir cuando habla Dios y cuando charlotea el hombre.
Porque la misma Escritura nos dice:
“El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo… Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:10,12).
No se trata, pues, de tener una doctrina sino de tener la vida, de tener al Hijo de Dios.
La voluntad de Dios es:
“Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna” (Juan 6:40).
Los maestros doctrinales se empeñan ellos mismos en ser testimonio y garantía de su propia doctrina, y todo el que no esté de acuerdo con ellos, dicen que no está en la verdadera doctrina. Pero según las Escrituras no vamos a conceder más fiabilidad a la palabra de estos maestros que hablan por su propia cuenta, que a la Palabra dicha por el mismo Hijo de Dios. Y Éste nos dice que, quien quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios. Y ya sabemos cuál es la voluntad de Dios para con nosotros: “Que creamos en Su Hijo Jesucristo”. El que acepta a Jesús como su perfecto Salvador, es de Dios; y “el que es de Dios, las palabras de Dios oye” (Juan 8:47). Y conocerá cuando habla Dios y cuando charlotear el hombre.
Jesús ante las murmuraciones de los judíos no se apoya en principios dogmáticos para garantizar su veracidad doctrinal frente a los sacerdotes, escribas y fariseos. Él sólo habla del inmediato conocimiento que tiene, el que cree en Él, para discernir en el Espíritu todo lo que viene de Dios, frente a los que hablan por su propia cuenta, sin que Dios nunca los hubiese enviado. Pues el Señor dice al profeta Jeremías:
“A todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande” (Jeremías 1:7).
El hombre desde el punto de vista de sus propios ojos sólo puede juzgar según las apariencias, porque el justo juicio es de Dios; y sólo el que tiene el Espíritu de Cristo puede entender y discernir espiritualmente:
“Porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10-15).
El Señor Jesús se enfrenta a esa falta de justo juicio de su pueblo. Les pregunta:
“¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley? ¿Por qué procuran matarme?” (v. 19).
A tal absurdo puede llegar el hombre en su apreciación sobre la ley, que él mismo es transgresor de esa ley, y al mismo tiempo condene a otro porque le parece que no cumple esa ley.
Este era el caso de Jesús ante los dirigentes de su pueblo, para ellos había quebrantado la ley, que “ninguno de ellos cumplía”. Jesús les hace ver que el cumplimiento de la letra de la ley no se aprovecha para nada, porque la letra mata, y “el Espíritu es el que da vida” (Juan 6:63).
La ceguera de estos hombres, defensores de la ley de Dios, era tan grande que no tenían discernimiento. Cuando quebrantan la ley, pensaban que la cumplían, y cuando alguien como Jesús cumplía con el espíritu de la ley, le acusaban de transgresor, e incluso estaban tan ciertos de su juicio que lo ratificaron con la muerte.
Y la historia se repite en nuestro tiempo, porque en la Iglesia R. Católica los cánones del Concilio de Trento aún están vigentes con sus anatemas contra todos aquellos que no quieren vivir bajo la letra de la ley, sino bajo la gracia por medio de la fe en Jesucristo. Y estos cánones, de muchas maneras y formas, ya han infligido dolor, sufrimiento y muerte a muchos de los santificados por la fe de Jesucristo.
El Señor Jesús en su diálogo con las gentes les habla de la circuncisión, que se puede realizar en día de reposo, y nadie por eso se siente culpable ante la ley. La circuncisión era la señal del Pacto y a la vez una medida higiénica para la salud física. Entonces Jesús les pregunta: “¿Os animáis conmigo porque en día de reposo sané completamente a un hombre?” (v. 23). ¿No es esta también una señal de que el Pacto de Dios sigue vigente con su pueblo, y que Dios no dio la ley a Su pueblo para matarlo, sino para darle vida, como Jesús mismo hizo con el paralítico de Juan 5?
Pero el hombre es un artista sagaz en poner disculpas para hacer siempre su propia voluntad y no seguir el consejo de Dios. Vista la claridad con la que Jesús deja a los judíos al descubierto con sus falsos juicios y su falsa interpretación de la ley; ahora se interrogan si los gobernantes habrán reconocido que éste es el Cristo. Esta es la maniobra más necia que uno puede hacer ante Cristo, tratar de buscar respuesta en lo que admitan los gobernantes (sacerdotes, escribas y fariseos), y no ir personalmente a Cristo y aceptarlo como mi personal Salvador; y tener el valor de responder de mi decisión sin apoyarme en lo que digan los otros.
Para estos judíos su conocimiento natural sobre la procedencia de Jesús y lo que ellos creían conocer de las Escrituras, les vale de excusa para no aceptar a Jesús como el Cristo.
El aunar el propio conocimiento natural, con lo que uno extrae de la Biblia, tiene siempre como finalidad no aceptar a Jesús como el Cristo de las Escrituras, el Hijo de Dios viviente, “porque de Él procede, y Él le envió” (v. 29).
Esta actitud clara de Jesús le enfrenta con los esquemas legales de los principales sacerdotes y fariseos, quienes “enviaron alguaciles para que le prendiesen” (v. 32). Pero el Señor les dice que aún falta un poco de tiempo para que se cumpla su tiempo de dejar este mundo, e ir al que le envió (v. 34). Una serie de interrogantes como: ¿A dónde se irá?, ¿se irá a…?, ¿qué significa esto?, entretienen a estos oyentes en sus propias mentes, sin aceptar al que se le presenta como el Enviado de Dios. Esto hace que Jesús se ponga en pie y alce su voz diciendo:
“Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba. El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (v. 37,38).
Este es el testimonio vivo del Dios viviente, sin intermediarios, sin dogmas preconcebidos, sin estructuras eclesiásticas, sin obras específicas de hombre. El hombre sólo tiene que hacer una cosa: “Venga a Mí y beba”, dice Jesús. Porque el manantial de la vida eterna está en Jesús. Y de este manantial sólo se bebe creyendo directa y personalmente en Jesucristo.
“El que cree en Mí – dice Jesús – de su interior correrán ríos de agua viva”. Este es el Espíritu que reciben todos los que creen en Jesús. Pablo a los creyentes de Corinto les dice: ¿No sabéis que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo” (Gálatas 4:6). Jesús hoy también alza la voz, y te dice: Ven a Mí, y bebe; cree en Mí.
No te detengas ante los maestros que hablan por su propia cuenta, ni bebas en sus charcas entoldadas por sus diferencias doctrinales. No te hagas merecedor de las palabras proféticas de Jeremías:
“Me dejaron a Mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas que no retienen el agua” (Jeremías 2:13).
Jesús con Su voz te dice:
Ven a Mí y cree en Mí. Entonces conocerás que mi Palabra es verdad, y que el Espíritu mora contigo y está en ti (Juan 14:17).