La Biblia nos habla de un Dios que no escatimó nunca el estar al lado de los quebrantados de corazón, de los que sufren, de los que padecen transitando por un desierto aparentemente sin oasis a la redonda, de los que lloran sin consuelo sumergidos en los padecimientos de la carne. La gracia sobrenatural de Dios en estos casos, no solamente se manifiesta para curar las heridas de las batallas de la vida, sino para traer también el consuelo que restaura la esperanza para seguir andando por su misericordia. ¡Sólo tenemos que llamarlo y esperar pacientemente!
Uno de las más piadosas, pero también más difíciles tareas del cuerpo de Cristo es ministrar consolación a los hermanos que padecen temporalmente de una pena grave, que puede ir desde la pérdida de un empleo hasta la de un ser querido, pero sucede que si el que consuela no ha transitado por el mismo dolor del que sufre la pena, ninguna palabra rebuscada para consolar, ni versículo bíblico para la ocasión, ni abrazos sentidos, ni ojos humedecidos por la solidaridad, bastan (a veces) para menguar el padecimiento; ese horrible tormento que te desarraiga de la vida y te convierte sin quererlo en un perfecto miserable. Pero Él, sí es un Padre de misericordias y un Dios de consolación.
A Él debes acudir. Su sanidad sobrenatural, su gracia desbordada como ungüento de la mejor elaboración, en nada se compara con lo que nosotros, con la mejor intención cristiana, podríamos hacer. El consuelo que emerge de la acción sobrenatural de Dios es el que cura verdaderamente. Cuando uno se sabe consolado por el mismo Dios y llega a experimentar el consuelo sanador, comienza a estar apto para consolar a otros. Pablo lo dice con acierto: “(Dios)… quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren”. (2 Corintios 1:4)
Quienes hemos sentido esa sanidad divina reparadora de un alma partida en dos por el dolor, (yo el primero de todos) se sabe haber sido depósito e instrumento de un grande milagro de Dios. Cuando todo parecía desmoronarse a nuestro alrededor, un clamor desesperado obró la presencia del Consolador en Espíritu y devoró suavemente las amarguras que nos mataban poniendo paz sobreabundante y sanidad del corazón. Damos gracias a Dios por los muchos hermanos a los que Dios ha dado el don de la ministración para los tiempos de quebrantos. Yo mismo he sentido ese amor solidario de los que se deshacen en amor para aliviarnos. Estoy seguro que la mayoría de ellos también un día presentaron a Dios sus llagas producidas por el dolor. Aun teniéndoles cerca, sabiendo que están ahí, dispuestos a servirnos por amor, es nuestra búsqueda de la divina providencia, del poder de la gracia incomparable de nuestro Señor, las que nos dan la mejor medicina y la más preciosa consolación.
¡Dios te bendiga!