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El dilema del cristianismo y la politica

El reconocimiento del cristianismo como una visión abarcadora que gobierna todas las dimensiones de la vida humana a veces resulta profundamente incómodo para los cristianos modernos. En Occidente, nos movemos en una sociedad que enfatiza el secularismo, el pluralismo, y los derechos individuales. La cultura moderna hace grandes esfuerzos por evitar favorecer una religión sobre otra. Frecuentemente, esto da lugar a cristianos confundidos e inseguros. Por un lado, queremos ver los principios del Evangelio penetrar los diferentes ámbitos de la vida de nuestra sociedad. Por otro, nos hiere escuchar acusaciones de que queremos establecer forzosamente una teocracia, suprimiendo los derechos de cada individuo.

Por una parte, nuestro respeto por la dignidad humana nos hace titubear ante la idea de imponer una dictadura religiosa. No queremos violar la conciencia de los demás. Miramos escandalizados las atrocidades cometidas en el mundo musulmán en nombre de un fundamentalismo religioso desprovisto de gracia y misericordia. Nos preguntamos cómo honrar la palabra de Dios al nivel social y colectivo sin pisotear los derechos de aquellos que ven el mundo a través de un lente religioso diferente al nuestro. Recordamos las atroces guerras religiosas del siglo dieciséis en Europa, la terrible violencia de hermano contra hermano en nombre de Jesucristo. Nos avergonzamos de las atrocidades de la Inquisición católica en España, o la expulsión violenta y despiadada de los judíos de ese mismo país en el 1492. Reconocemos que la hegemonía del cristianismo sobre las naciones no siempre ha sido de tanta bendición como se hubiera esperado.

Pero por otra parte, al leer las Escrituras observamos con reverencia los patrones del Antiguo Testamento, donde están íntimamente entrelazadas la ley civil y la Ley de Dios. Vemos que en las Escrituras lo moral y lo espiritual, lo religioso y lo político, están indisolublemente unidos. Allí se nos muestra un mundo donde el pecado colectivo puede maldecir la tierra, donde la desobediencia a la ley divina puede llevar a la derrota en la guerra, donde la idolatría persistente puede conducir al destierro y cautiverio de toda una nación. Meditamos sobre las implicaciones prácticas de la Gran Comisión—“Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mat 28:18-20) —y nos preguntamos cómo sería posible obedecer el mandato de Jesucristo de discipular a las naciones sin someterlas a los valores y principios del cristianismo.

Resulta inescapable concluir que Dios quiere mucho más que el concepto simplista y tajante de la separación de Iglesia y Estado que se trata de implementar actualmente en tantas sociedades secularizadas. Aun así, tenemos que reconocer que históricamente la Iglesia cristiana no ha manejado muy bien el poder cuando lo ha tenido en forma concentrada—durante el tiempo de Constantino, la Edad Media o el Renacimiento en Europa, por ejemplo.

Muchas veces, la Iglesia se ha corrompido y ha perdido la visión durante tiempos de prosperidad e influencia. En otras ocasiones, como ha sucedido en Latinoamérica con la Iglesia católica, la posición de poder la ha llevado en ocasiones a colaborar con regímenes opresivos y corruptos, y a ayudar a perpetuar un estatus quo deshumanizante para los pobres y los marginados. Aun grandes pensadores teológicos protestantes del siglo dieciséis tales como Calvino y Martín Lutero, quienes llegaron a ejercer gran influencia política y religiosa en su época, cayeron en el error ocasional de usar su poder para promover el anti-semitismo, la intolerancia y la persecución religiosa.

Por estas y muchas otras razones, hay que proceder con gran sobriedad y cautela cuando abogamos a favor de una mayor integración entre Iglesia y gobierno, o cuando protestamos por la resistencia de tantos hacia la idea de un gobierno cristiano en países como Estados Unidos.

La Iglesia evangélica en nuestros países tiene que tener mucho cuidado de no dejarse manipular por candidatos que se identifican como evangélicos para aprovechar el voto cristiano, pero que una vez en el poder proceden con total descuido de los valores del evangelio. El ojo público estará firmemente puesto sobre candidatos que se identifican como cristianos para ver si se comportan conforme a los altos valores que representan.

Tenemos que ganarnos el respeto de la sociedad por ser más competentes y honestos que los demás, no simplemente por llevar una etiqueta de cristianos. Como José y Daniel, quienes desempeñaron roles políticos en medio de sociedades hostiles a los valores del Reino, tenemos que ejemplificar una sana mezcla de revelación y aptitud, a fin de ganarnos el corazón y el respeto de un mundo escéptico hacia los valores del Evangelio.

Fuente:
Articulos sin publicar | En Memoria Dr. Roberto Miranda

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