
El Señor Dios creó a la primera pareja, Adán y Eva, para que disfrutaran de comunión y compañerismo con Él en el jardín del Edén. Lamentablemente, la serpiente engañó a Eva, y Adán de manera deliberada comió del fruto del «árbol del conocimiento del bien y del mal», transgrediendo así el único mandamiento divino que Dios le había dado (Gn 2:17; 3:1–7).
Como consecuencia, el Señor Dios «expulsó al hombre, y al oriente del jardín del Edén puso querubines, y una espada flameante que giraba por todos lados para custodiar el camino al árbol de la vida» (3:24, énfasis añadido). La humanidad, al ser separada de Dios, quien es fuente de agua viva, entró en un reino de muerte. La narración de Génesis nunca pierde de vista este movimiento hacia el oriente, alejándose de la gloria de Dios. Leemos, por ejemplo, que Caín, tras asesinar a su hermano Abel, «se estableció en la tierra de Nod, al oriente del Edén» (4:16, énfasis añadido).
Es muy probable que estos relatos edénicos influyeran en la liturgia de Israel, en particular en la ceremonia prescrita en Levítico 16. En el día más sagrado del año para Israel, el día de la expiación, ese alejamiento de la presencia de Dios se revertía mediante el camino del sumo sacerdote, quien actuaba como una figura de Adán. ¿Cómo podemos entender la entrada del sumo sacerdote al Lugar Santísimo —una vez al año, en el día de la expiación— como un drama litúrgico?
El tabernáculo y el jardín
Apreciaremos la belleza teológica del día de la expiación con mayor profundidad si primero entendemos cómo el tabernáculo simbolizaba el Edén.
Desde hace mucho, diversos eruditos han reconocido numerosos paralelismos entre el Edén y el tabernáculo de Israel (y, posteriormente, el templo), así como la representación de Adán como rey y sacerdote. Tanto el jardín como el tabernáculo estaban orientados hacia el oriente (ver Éx 26:18-22; 27:9-18; Ez 40:6; 47:1). Además, el servicio de Adán en el jardín se describe con dos verbos («cultivar» y «cuidar», Gn 2:15) que más adelante en el Pentateuco se utilizan para describir el servicio de los levitas mientras ministraban en el tabernáculo (Nm 3:7-8; 8:26; 18:5-6).
El tabernáculo de Israel y, luego el templo fueron concebidos para evocar la vida en comunión con Dios descrita en el Edén
La rica decoración arbórea del tabernáculo evoca la exuberancia del Edén, incluyendo la menorá que, cual árbol estilizado, representa el árbol de la vida. Los querubines colocados por el Señor a la entrada del jardín reaparecen en el Pentateuco, esta vez en el tabernáculo, entretejidos en el velo que resguarda el acceso al Lugar Santísimo.
En el mundo antiguo, la presencia de criaturas feroces y compuestas custodiando una entrada orientada hacia el oriente indicaba un templo. Por consiguiente, Génesis presenta el Edén como un templo arquetípico, un santuario. En otras palabras, el tabernáculo de Israel y, ulteriormente, el templo fueron concebidos para evocar la vida en comunión con Dios descrita en el Edén. Asimismo, si bien podemos interpretar a Adán como un sacerdote arquetípico, también podemos entender el rol del sumo sacerdote como el de una figura de Adán.
La restauración como un viaje hacia la presencia de Dios en dirección al oeste
Podemos apreciar cómo el tabernáculo, como una especie de Edén arquitectónico, ofrecía a Israel una restauración de la presencia paradisíaca de Dios. Con todo, el tabernáculo no era meramente la morada terrenal de Dios, sino también el camino a Su presencia, mediante el sistema de sacrificios, lo que incluía el sacerdocio y sus ritos establecidos.
El tabernáculo no era meramente la morada terrenal de Dios, sino también el camino a Su presencia
Sin duda, este es el caso con el día de la expiación, cuando la narrativa de la expulsión de la humanidad hacia el oriente desde el jardín se revertía de forma litúrgica. En este día excelso y sagrado, Aarón, el sumo sacerdote, como un Adán cúltico, peregrinaba hacia el oeste, adentrándose en la tienda de reunión y, a través del velo tejido con querubines, al recinto del trono terrenal de Dios dentro del Lugar Santísimo.
Pero, debemos preguntarnos, ¿cómo podía revertirse la expulsión de la humanidad? Únicamente mediante la sangre de un sustituto inmaculado, ofrecido en sacrificio por los pecados y la impureza del pueblo de Dios. El sumo sacerdote penetraba en el Edén arquetípico solo con sangre expiatoria, para rociarla sobre el propiciatorio del arca del pacto, renovando así la relación entre el Señor y Su pueblo. De hecho, el término «expiación» alude a la reconciliación, a la unión y comunión con Dios restablecida por el rito sacrificial dispuesto divinamente y revelado a Israel por medio de Moisés.
La purificación del cosmos
No sería exagerado afirmar que la expulsión de Adán del jardín constituye la tragedia central que impulsa la trama bíblica. El tabernáculo, como un Edén arquitectónico, no representaba el plan definitivo de Dios para restaurar a Su pueblo a Sí mismo. El cosmos, como «casa» original de Dios, fue concebido como el escenario de la relación entre Dios y los seres humanos.
En virtud del sacrificio y la exaltación celestial del Hijo amado, la historia bíblica —y tu propia historia— puede culminar con un Edén restaurado en cielos nuevos y tierra nueva
Cuando esa casa cósmica fue mancillada por el pecado y la muerte, el Señor Dios —quien es vida absoluta, santidad y pureza— ya no pudo habitar con Su pueblo en la tierra; este es el punto esencial del tabernáculo. A modo de microcosmos, el tabernáculo permitía a Dios residir en medio de Su pueblo. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando ese microcosmos se ve mancillado por el pecado y la muerte? El remedio fue la ceremonia del día de la expiación, pues la sangre del sacrificio purificaba tanto la morada de Dios como a Su pueblo.
La pregunta surge de manera natural: si existe una ceremonia para purificar el microcosmos —esta copia terrenal—, ¿acaso puede existir una ceremonia similar para purificar la casa original de Dios, el cosmos original? El autor de Hebreos responde afirmativamente, pero esto exige otro sacerdocio y sacrificio, y otro Adán: el Señor Jesucristo, quien ha penetrado en el Lugar Santísimo celestial, en la presencia verdadera de Dios en favor nuestro (He 9:24).
En virtud del sacrificio y la exaltación celestial del Hijo amado, la historia bíblica —y tu propia historia— puede culminar con un Edén restaurado en cielos nuevos y tierra nueva, y con aguas de vida que emanan del trono de Dios y del Cordero (Ap 22:1–5).