Un cristiano, en cualquiera de sus estaciones de crecimiento, no debería dudar nunca de que vivimos bajo el bombardeo constante y los efectos permanentes de la guerra espiritual. Desde Adán hasta Cristo y de Cristo hasta hoy, esta guerra ha cobrado más millones de víctimas que las generadas por las beligerancias mundiales y las conflagraciones que deterioran el mundo por estos días. Es una guerra sucia, despiadada, sin cuartel: no se gana con artefactos bélicos hechos con manos de hombre, ni con pericia militar alguna. La guerra espiritual se gana con las armas invisibles que nosotros no inventamos, sino Dios.
¿Quién no se ha contemplado inmerso en una de ellas?¿O acaso no nos hemos visto a nosotros mismos entre los heridos maltrechos en el campo de batalla? La guerra espiritual es la guerra de la muerte si decidimos voluntariamente correr la carrera de la fe tan sólo con alpargatas dominicales, bien ungida de prédicas y tiernas aleluyas, pero desconociendo las armas que hemos heredado para combatirla. La otra opción es luchar, hacerle la guerra a nuestra ignorancia, llenarnos cada día de Su conocimiento y amor y proponernos crecer hasta subirnos al palanquín de la victoria vistiéndonos con la armadura de Dios. El enemigo nos declara la guerra desde que estiramos el alma y el corazón para que allí habite y señoree el Señor de Señores.
Conocemos quién es el diablo, pero nos llevaría una eternidad saber cómo se las ingenia para armar sus artimañas y hacer caer el cristiano. Cuestión de oficio y de tiempo invertido en la perversa labor.Un refrán popular dice que la guerra avisada no mata soldados, pero en el caso del cristiano que subestima la guerra espiritual, incluso, las consecuencias, pueden ser peores. Pablo le decía a los hermanos de Éfeso: “Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Ef 6:12).
La madurez cristiana se sustenta en el crecimiento espiritual constante que se logra caminando en el Espíritu, en la búsqueda permanente de sabiduría de lo alto, no en la exhibición de nuestras aptitudes humanas para hacernos valer en un mundo donde el valor está marcado por lo material, sino en la actitud del corazón. ¡Sin embargo, en la medida que conozcamos también al enemigo, sus tácticas y estrategias, su manera de obrar en la mente redimida, sus trampas tentadoras, engañosas y sucias, seremos más auténticos en nuestro crecimiento y más llenos de bendición. Una de las más efectivas maneras que usa el enemigo de las almas para lograr sus propósitos, es sembrar en nuestras mentes la idea de que no necesitamos desarrollarnos espiritualmente.
Nuestra ignorancia en el conocimiento de Dios es la brecha que dejamos abierta a las potestades de las tinieblas para que se cuele en el alma la incertidumbre, la inseguridad, la ansiedad, la depresión, y el sentimiento de que no aún debemos hacer algo extra para ser aceptados por el Señor. Aun conociendo las Escrituras; sangrando todavía nuestra carne la cruel y despiadada mordida del pecado, somos capaces de embarcamos en aventuras soeces, ¿cómo podemos ser tan livianos de Espíritu al descuidar nuestro desarrollo espiritual, como si los conocimientos nos cayeran del cielo o se adquirieran por ósmosis; o peor, creyendo ser cristianos maduros en cuanto a conocimientos, llevarlos como un estandarte intelectual que de nada sirve si no los ponemos en práctica? ¿Y qué del estudio de la Palabra, de la intimidad con Dios en oración?
Podemos y debemos aprender a crecer, incluso a través de los ataques del enemigo espiritual. ¿Recuerdas a Jesús cuando fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo? El maligno no se creyó del todo lo de los 40 días de ayuno del Señor y se hizo ilusiones basadas en las supuestas debilidades propias de la condición humana de aquel carpintero de Nazaret que decía ser el Hijo del Hombre. El apóstol Pedro nos recuerda:“Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar”(1 P 5:8).
Con este telón de fondo debemos proponernos no caer, pero si caemos por causa de tentaciones o por nuestras debilidades, encontrar las maneras de levantarnos en el Señor y continuar creciendo hasta llegar a la meta. El crecimiento a través de los tropiezos causados por el enemigo de las almas permitirá que estemos cada día más preparados para el día malo (Ef 6:13). Recuerde que el enemigo – sin subestimarlo – tiene sus límites.
¡Dios te bendiga!