Hay algunas cosas que el Señor no puede hacer por ti. Una de ellas es proclamar su mensaje. El mensaje de reconciliación de Dios con los hombres trasciende los muros de la necesidad y se convierte en deber irrenunciable. Es cuestión de vida o muerte. Un clérigo del pasado dijo en cierta ocasión: “No es suficiente que yo crea en Dios, si mi prójimo no cree en Él”. Esta es una declaración que tiene sentido para el cristiano. El más grande empeño del hombre y la mujer cristianos es buscar a Dios y hacer que otros también lo hagan. “Buscad al Señor y su fortaleza; buscad su rostro continuamente” (1 Cr 16:11). Eso es conformarnos nosotros mismos a la voluntad de Dios, a la comisión a la que hemos sido llamados, aunque tengamos que encarnar los sufrimientos y los padecimientos de nuestro Salvador.
Nadie tiene el poder de ver al Cristo resucitado, pero sí puede verlo a través de tu vida y de tu ejemplo. Las metas de Cristo son difíciles. Si fueran fáciles, ya la mayor parte del mundo estuviera redimida. Por eso debemos caminar con Cristo en el sentido que impone la urgencia de la predicación. Una de las razones por las que Dios nos eligió, es porque vio en nosotros el potencial para ser obreros dispuestos a ser vasos útiles en su Reino. Soy de los que cree que Dios no hace elecciones por simple gusto.
Pero no siempre las buenas intenciones encuentran puertas abiertas y son, en ocasiones, las interpretaciones que hacemos de la Verdad y de la belleza del evangelio, las que se constituyen en frenos y peligrosos obstáculos para cumplir la Gran Comisión, proclamar a Dios y colaborar con Él para extender el Reino. A veces sucede lo peor: criticamos a otros hermanos evangélicos en su labor de sembradores. La Biblia nos advierte en un pasaje donde Jesús deja clara su posición: “Maestro —intervino Juan—, vimos a un hombre que expulsaba demonios en tu nombre; pero como no anda con nosotros, tratamos de impedírselo. No se lo impidan —les replicó Jesús—, porque el que no está contra ustedes está a favor de ustedes” (Lucas 8:19-50 el subrayado es del autor).
Toda la misión de la iglesia se basa en trabajar con Dios para transformar vidas en Cristo, en asumir y levantar, con Él de nuestro lado, las banderas de la redención del hombre en cada rincón de este planeta. Visto de esta forma, despojarnos de los criterios personales (o denominacionales) adquiridos en una “guerra fría” entre los mismos cristianos, nos aleja de los objetivos supremos, nos confunde, nos enreda en contiendas sin objetivos y en última instancia, nos derrota. ¿Quién gana el pleito cuando un cristiano (o un grupo) pretende erigirse como el intérprete más genuino de la Palabra, del cristianismo y el evangelio? Sin lugar a dudas, el ganador es nuestro adversario. A propósito, la palabra Satanás o Satán significa adversario.
La Palabra nos dice: “No hagan nada por egoísmo (rivalidad) o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo. (Fil 2:3)
Las disensiones (las diferencias, los desacuerdos) entre los cristianos que hemos dado testimonio del amor de Cristo, lamentablemente, quiebran y empañan las virtudes del Evangelio, que anuncia todo lo contrario: la reconciliación. Tenemos que vivir decentemente, como de día, sin envidias (Rom 13:13) hacia aquellos hermanos que de buena fe hacen su labor con las herramientas que poseen, y aunque tengan particulares interpretaciones del Evangelio, lo hacen con el mejor deseo de salvar al perdido, de servir, de dar lo mejor de sí. Uno de los más grandes hombres latinoamericanos del siglo XIX dijo en cierta ocasión: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
Toda la gloria del mundo se estrella contra la cruz del que murió despojándose de su propia gloria. ¿Por qué nos dejamos llevar por los vientos remolinados de las diferencias y las disensiones?
Jesús le dijo a sus discípulos: siempre que trabajen en mi nombre por la extensión del Reino (o echen demonios, entre otros trabajos) estamos en el mismo equipo. ¿Acaso no lo estamos?
¡Qué triste – sucede en mi país, lamentablemente – es ver una comunidad donde hay un grupo de iglesias evangélicas trabajando cada cual por su lado y con recelos del otro, simplemente porque ese otro pertenece a una denominación diferente! Cristo debe llorar en el cielo al ver la inmadurez de ministros consagrados haciéndole el juego al diablo en estas lides donde todos salimos perdedores.
¡Con tantas cosas hermosa que hay por hacer, no podemos darnos el lujo de la autocomplacencia., del orgullo, de la vanidad! El orgullo ha sido en más de una ocasión la causa principal de estruendosas caídas. Necesitamos crecer en Cristo, mirar su estatura y desear con todo nuestro corazón, llegar hasta Él en santidad. Esto no quiere decir que, no debemos denunciar las falsas doctrinas. Cruzarnos de brazos es renunciar al beneficio de nuestro sacerdocio como cristianos maduros.
Para saborear la miel de la victoria en Cristo, todos – no algunos solamente – debemos subirnos al mismo tren: el de la unidad, la piedad, el amor al prójimo, el conocimiento del Señor, la tolerancia y el respeto mutuos y el sometimiento al otro en el amor, como fuerza que aglutina y nunca disuelve ni excluye. La verdad absoluta es Cristo y todos somos un solo cuerpo. Nos necesitamos todos, precisamos completarnos sin diferencias en la cruz redentora y luchar por esta hermandad ganada por nuestro único Redentor a un precio inestimable.
Los ojos altivos y el corazón arrogante, y la lámpara de los impíos son pecado.
Proverbios 21:4
Les ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos se pongan de acuerdo (que hablen lo mismo), y que no haya divisiones entre ustedes, sino que estén enteramente unidos en un mismo sentir (de una misma mente) y en un mismo parecer.
1 Corintios 1:10
¡Dios te bendiga!