Odiamos que nos juzguen, pero nos encanta ver a otros en el tribunal. Aquí mismo se encontraba Pablo en 1 Corintios 4:1-7, en medio de un juicio. En el capítulo 1, Pablo inicia reprendiendo a la iglesia por su división bajo sus maestros favoritos (1:13). Además, al parecer algunos habían puesto en duda el poder de Dios manifestado en Pablo, pensando que él era más bien un palabrero, algo que el refuta en 1 Corintios 2:1-2. Y así llegamos a nuestro texto: con una iglesia dividida que ha puesto a Pablo en duda y está teniendo luchas por quién es el verdadero y mejor maestro de Corinto. Los Corintios tenían problemas con el orgullo; se consideraban dignos de juzgar a los demás. Como respuesta, Pablo declara que pesar de todas las divisiones que tenían los Corintios en su nombre, tenía cero interés en el juicio que hicieran sobre su persona porque sabía que era siervo y administrador de Cristo, y no necesitaba más (v.3-4).
Para poder avanzar, tenemos que redefinir y explicar el concepto de autoestima. La sociedad te enseña una autoestima que no es para nada similar a lo que La Biblia y la vida te enseña. El tema general de la autoestima es la autoimagen, el cómo uno se ve a sí mismo. Pero, en su sentido semántico, autoestima es el juicio de valor que una persona hace sobre sí mismo. Una persona con baja autoestima puede que esté constantemente preocupada con lo que los demás piensen de sí mismo. Una persona con alta autoestima puede que se interese solo o principalmente en lo que ella piensa de sí misma. Tanto la baja autoestima como la alta autoestima no son más que trampas; manifestaciones disfrazadas del egoísmo. Es algo que nos quita la mirada de Cristo ya que mientras el enfoque esté en nosotros mismos—para bien o para mal—no estará en Cristo.
1 Corintios nos muestra que este es un problema común en la iglesia, de ayer y de hoy. Pablo sabe que el problema de las divisiones en Corinto no es algo externo, era su arrogancia. La palabra “arrogancia” literalmente quiere decir “hinchados”. Tenían un ego inflado, descontrolado, sin real profundidad o peso. Ese vacío llevó a los Corintios a andar discutiendo, y nos lleva a nosotros a andar luchando con nuestros hermanos.
Nuestra autoestima centrada en nosotros no solo se siente vacío, sino también dolorosa. Difícilmente pasa un día sin que nuestro ego no nos moleste porque hay algo mal en nuestro sentido de identidad. Cuando nuestro ego está centrado en nosotros, nos sentimos vacíos y dolorosos; nuestro ego es frágil. Cualquier cosa inflada puede desinflarse muy fácilmente. Eso explica lo fácil que es pasar de un sentido de superioridad a uno de inferioridad.
Nuestra autoestima, tiene problemas serios, porque estamos demasiado enfocados en el auto. Pero Pablo dice en los 1 Corintios 4:3-4 que no le importaba lo que los Corintios pensaban de él, ni lo que él pensaba de sí mismo; a Pablo solo le importaba la “Dios-estima”. Este tipo de autoestima es totalmente diferente a lo que el mundo nos dice.
Pablo ha llegado a un lugar donde genuinamente no le interesa el veredicto de los demás ni su propio veredicto. Aunque estaba “sin culpa” (1 Corintios 4:4), Pablo sabe que no es suficiente porque: “el que me juzga es el Señor”. Aquí llegamos a territorio santo, a conocer el interior de un hombre completamente cautivado por el evangelio de Cristo Jesús. Alguien con tanta confianza, poder y carácter estaba tan tranquilo porque sabía el veredicto de Dios para con él (1 Timoteo 1:15). Esta realidad es lo que liberó a Pablo: saberse un pecador, pero un pecador perdonado. En Cristo Jesús, nuestra identidad no está en nuestros pecados. La Palabra promete con toda claridad que en el Señor hay total perdón y libertad de pecados.
El evangelio no nos infla y nos hace arrogantes: nos llena, y nos deja descansar. En esta hermosa condición de ser hijos justificados y perdonados, Pablo nos muestra algo más en los 1 Corintios 4:1-2: somos siervos y administradores. No nos pertenecemos a nosotros mismos; no se haga nuestra voluntad, sino la del Señor. Tenemos la responsabilidad de ser fiel con lo que el Señor nos entregue y debemos obedecer Su voluntad.
Pablo sabía que todo juicio, lo más que podía dar como veredicto es que era un siervo de Cristo. No le importaba la opinión de nadie más porque se le había regalado el ser un administrador de los misterios de Dios, un hijo amado y perdonado, dueño de nada, sin valor en sí mismo, pero amado hasta la muerte, y encargado del tesoro más valioso de la humanidad: el evangelio de nuestro Señor Jesús.