La semana pasada estuvimos viendo el alboroto que se produjo en la ciudad de Éfeso como resultado del efecto que el evangelio tuvo sobre la población. Antes de salir de Éfeso, Pablo reunió a los hermanos y los exhortó, animó y motivó. De Éfeso, Pablo sale para Macedonia a visitar las iglesias allí fundadas: la de Filipo, Tesalónica y Berea donde también exhorta a los hermanos. De Macedonia, Pablo sale para Grecia; pero regresa nuevamente por Macedonia. Pablo sale de la ciudad de Troas y sigue viajando y unos tres días después llega a Mileto. Desde allí mandó a buscar a los ancianos de la iglesia de Éfeso para despedirse de ellos y darles su última instrucción. Pablo no había querido llegar hasta Éfeso para no perder tiempo ya que quería llegar a Jerusalén antes de Pentecostés. Ese fue el regreso de Pablo de su tercer viaje misionero.
Con esa introducción, estamos donde nos quedamos la semana anterior hasta el texto de hoy, Hechos 20:18-27. Aquí vemos la primera parte de todo lo que Pablo compartió con los ancianos de Éfeso ese día; no les habla acerca de doctrina porque ellos la conocían, sino que dedica este último encuentro para hablarles de cómo hacer ministerio. Lo hace hablándoles de cómo él ministró entre ellos durante tres años. Cuando analizas de que manera el hizo ministerio, te percatas de que el ministerio que Pablo hizo fluyó de un corazón moldeado por Dios. Así debe ser siempre; el ministerio debe ser la manifestación externa de lo que Dios ha hecho en nuestros corazones. El corazón que no ha sido moldeado por Dios, no está listo para ayudar a moldear el corazón de otro.
La primera manifestación del corazón que Dios había formado en Pablo es su humildad (Hechos 20:18-19). Hablamos mucho de humildad, pero no sabemos como luce porque con frecuencia esa es una virtud que no forma parte de la mayoría de los hijos de Dios. De hecho, muchos dicen querer esa virtud, pero se resisten cuando Dios quiere formarla en ellos. Jesús habló de que los humildes eran bienaventurados, felices, y bendecidos, también haciendo uso de otras palabras. Jesús dijo en Mateo 5:3, “Bienaventurados los pobr
Stuart Scott, un líder muy conocido y respetado en este campo, escribió un libro llamado “From Pride to Humility” donde describe 24 características de un corazón humilde. Quiero mencionar cinco que nos dan una idea de cómo Pablo ministró en la iglesia de Éfeso y otras iglesias, y como Pablo quería que estos ancianos de la iglesia de Éfeso ministraran en su ausencia.
1. La humildad muestra un corazón tierno, bondadoso y paciente. Por tanto, la humildad no se irrita fácilmente y está dispuesta a esperar por el otro.
2. La persona humilde minimiza el pecado del otro en comparación con su propio pecado. Él ve que lidiar con su propio pecado es mas importante que lidiar con el pecado del otro.
3. La persona humilde siempre anda buscando como servir al otro hasta constituirse en buenos cuidadores. Pablo dice a los tesalonicenses que cuando estuvo con ellos, él fue como una madre que cuida con ternura a sus hijos.
4. La persona humilde es un buen oidor de lo que el otro tiene que decir. Considera lo que el otro dice como mas importante que lo que él tiene que decir.
5. La persona humilde mira la crítica de otros como algo bueno para su alma porque entiende que, en la crítica del otro, Dios está tratando de enseñarle algo (2 Samuel 16:10).
Pablo le dice a los ancianos de Éfeso que él sirvió con toda humildad y con lágrimas. Él se involucró con la gente de manera persona; no fue un pastor distante e insensible. En Pablo, las lágrimas fueron la expresión externa de diferentes emociones internas. En ocasiones amonestó con lágrimas en los ojos (Hechos 20:31), no con ira en sus ojos, sino con lágrimas. Le dolía el pecado del otro, aún cuando ese pecado fuera contra él mismo. Otras veces, sus lágrimas representaron la dureza del corazón del otro (Romanos 9:1-2). Al corazón le es natural juzgar, condenar, ignorar al otro; pero no le es natural llorar por ese otro y mucho menos cuando ese otro ha sido la causa de sus heridas, como era el caso con el apóstol Pablo.
Cuando Pablo les habla de cómo sirvió entre ellos, lo primero que le dice es: “vosotros bien sabéis.” En esta conversación que Pablo sostuvo con los ancianos de la iglesia de Éfeso, apela a ellos mismos como testigos de su caminar: “vosotros sois mis testigos de cómo he sido entre ustedes.” Si nosotros no somos capaces de decir esto, hay algo que no anda bien con nuestros ministerios. Nuestras ovejas deben ser los primeros en testificar bien acerca de nuestros ministerios. Los creyentes de Éfeso podían testificar que lo que Pablo decía en palabras, lo habían visto en la práctica. Luego le dice, que también sabían que su manera de ministrar fue así desde el primer día que estuve en Asia, en Éfeso (Hechos 20:18). Como inició, así terminó.
La segunda característica de un corazón moldeado por Dios es que, a la hora de enseñar, aconsejar, o amonestar, está siempre pensando en el bien del otro y no en el suyo (Hechos 20:20). A veces predicó para salvación; a veces su enseñanza sirvió de confrontación; y a veces su enseñanza fue para consolar y animar—todos fueron útil. Pablo tuvo un ministerio balanceado; lo que no hizo fue ministrar para lucrarse (Hechos 20:27). Dos veces dice Pablo no me eché para atrás a la hora de predicar; no me dejé amedrentar ni por los incrédulos, ni por las ovejas. Esto es posible cuando somos hombres y mujeres de carácter y de convicciones firmes.
Todo el consejo de Dios implica predicar los pasajes que nos bendicen y los que nos condenan; predicar los pasajes que nos animan a seguir y los que nos llaman a detenernos; y predicar los pasajes que nos consuelan y los que nos entristecen. Pablo ministró para complacer a Dios y no para complacer al hombre. Pablo tampoco hizo acepción de personas: él predicó a judíos como a gentiles (Hechos 20:20-21).
La tercera característica de un corazón moldeado por Dios es que confía en Dios independientemente de las consecuencias (Hechos 20:22-23). Pablo sabía que cuando llegara a Jerusalén pasaría por grandes dificultades; el Espíritu de Dios le había revelado tal cosa. Aún así fue a Jerusalén. Pablo era un hombre de fe y como tal, se fue a Jerusalén y allí fue apresado, tal como Dios le advirtió. La fe es un don y a la vez es un fruto del Espíritu; algo que necesitamos cultivar. Hay dos cosas que abonan nuestra fe: conocer el carácter de Dios y vivir en dependencia del Espíritu de Dios.
Del carácter de Dios necesito creer que,
1. Dios en Su omnipotencia puede hacer todo cuando Él quiera—algo puede ser una dificultad para nosotros, pero no para Dios
2. Nada ocurre sin que Dios lo haya determinado activa o pasivamente para que no terminemos quejándonos contra Dios.
3. Dios es todo sabio y cada decisión que Él toma por mi y para mi es la mejor.
4. Dios va delante y, por tanto, las cadenas y aflicciones que esperaban a Pablo eran cadenas y aflicciones que Dios había preparado de antemano para él. Dios ya estaba en Jerusalén, por así decirlo, esperando que Pablo llegara.
5. Dios está por mi sin importar lo ocurrido.
Lo otro que abona mi fe es no valore tanto mi vida y no vivir predominantemente para preservarla como si esta fuera la mejor vida que yo pudiera vivir. Pablo dice, en ninguna manera estimo mi vida como valiosa para mí mismo (Hechos 20:24). En otras palabras, el único valor que mi vida puede tener, dice Pablo, es en referencia a la causa de Cristo. Despegada de ella, mi vida carece de valor. El único interés de Pablo era que Cristo fuera glorificado estando en vida o muriendo decapitado, como se piensa que finalmente pasó. Por eso él podía ir a Jerusalén sabiendo que ahí encontraría dolor. Para tener esa determinación necesitamos no solo convicción de lo que creemos, sino que además se requiere vivir por una causa que sea superior al valor que le das a tu propia vida: la causa de Cristo (Hechos 20:24). Pablo entendía que después que Cristo lo salvó, él tenía una sola meta y un solo propósito: dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios.
Eso nos lleva a la cuarta característica de un corazón moldeado por Dios y es que el centro de gravedad de ese corazón es Cristo, Su evangelio, Su cruz, Su gracia… Una vez la cruz de Cristo deja de ser el centro de la vida del cristiano, él comienza a alejarse del camino. La cruz me recuerda que yo estaba condenado en mis delitos y pecados y que ahí, en el Calvario, yo fui redimido por la sangre del Unigénito de Dios. Eso me hace querer honrar a mi Dios cada día. También me recuerda que allí, Dios hecho hombre se colgó en un madero y ocupó mi lugar. Si Él hizo eso cuando yo no quería saber de Él, hoy que soy Su hijo, ¿que no querrá hacer por mi? La cruz me muestra la misericordia de Dios a favor mío y nos recuerda que hay un precio que pagar para vivir la vida cristiana a la manera de Dios.
Pablo comienza a despedirse con estas palabras en el versículo 25, “Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de vosotros, entre quienes anduve predicando el reino, volverá a ver mi rostro.” En medio de su mensaje Pablo les deja ver el peso que tiene ser embajador de Cristo: no es simplemente creer en Jesús y vivir una vida mas o menos moral, sino que implica también un compromiso de compartir el evangelio con el que no conoce a Cristo. Y de ahí las siguientes palabras: “Por tanto, os doy testimonio en este día de que soy inocente de la sangre de todos, pues no rehuí declarar a vosotros todo el propósito de Dios.” (Hechos 20:26-27).