5C. S. Lewis lo describe como la alegre marca distintiva de la humildad. Tim Keller lo llama la puerta hacia la libertad. John Piper lo nombra como el mejor amigo del asombro profundo. Nosotros lo conocemos como uno de los dones más esquivos de la tierra: el olvido de uno mismo.
El gozo verdadero no vive en la tierra de los espejos. La paz mental no se encuentra en nuestros pozos interiores, sin importar qué tan profundo bajemos el balde de la introspección. Ninguna prueba de personalidad puede guiar al alma hacia la satisfacción. Sí, debemos conocernos un poco para vivir bien en este mundo. Pero las personas más saludables apenas consideran a qué categorías psicológicas pertenecen, apenas les importa cómo se comparan con otros. Principalmente, se olvidan de sí mismas y viven.
Escribo estas palabras menos como Josué en la tierra prometida y más como Moisés en el monte Nebo. Puedo ver este Canaán del olvido de uno mismo, pero aún no habitó allí. He probado los gozos de ese país como el maná del cielo, como la miel de la roca, y anhelo dejar este desierto y unirme a los santos cuyos gozos son muchos y sus pensamientos sobre sí mismos son pocos.
Solo Dios puede dar este don; sólo Él puede reparar un alma encorvada sobre sí misma. Pero mientras oramos para que Él nos eleve hacia arriba y hacia afuera, nosotros podemos hacer algo. Para usar un acrónimo, podemos recordar FORGET (cómo forget, la palabra para olvidar en inglés).
Fill – Llena tu mente con Jesús.
Obey – Obedece más de lo que analizas.
Repent – Arrepiéntete y confiesa rápidamente.
Get – Sumérgete en algo bueno.
Embrace – Abraza los llamados que Dios te ha dado.
Thank – Agradece a Dios siempre y por todo.
Si te encuentras demasiado enfocado en ti mismo, considera conmigo estos seis modestos pasos hacia el gozo del olvido de uno mismo.
Llena tu mente con Jesús
Si alguna vez te has dicho a ti mismo que te olvides de ti mismo, que dejes de pensar en ti, seguramente también has descubierto la impotencia de ese mandato. El olvido de uno mismo ocurre de manera indirecta: no se trata tanto de olvidarnos de nosotros mismos, sino de recordar algo mejor. Para adaptar una frase de Thomas Chalmers, necesitamos el poder expulsivo de una nueva atención. Y nada merece más nuestra atención que Jesucristo.
El Padre nos ordenó escuchadlo (Mt 17:5). El Espíritu nos es dado para glorificarlo (Jn 16:14). Los apóstoles nos invitan a contemplarlo (2 Co 3:18; He 12:2). Los ángeles no cesan de adorarlo (Ap 5:6–14). Sus riquezas son inescrutables; Su gloria, incomparable; los gozos de quienes lo aman, inefables (Ef 3:8; He 3:3; 1 P 1:8).
¿Cómo, entonces, llenamos nuestra mente con Él? De todas las maneras posibles. Un Cristo inescrutable nos invita a una exploración creativa, y cuanto más lo busquemos, más lo encontraremos. Tal vez puedas hacer de la lectura de los evangelios un hábito constante; considera siempre tener un marcador en estas benditas historias. O busca libros ricos y doxológicos sobre la persona y la obra de Jesús. O contempla la hermosura de Cristo a través de las meditaciones de santos saturados de Él. O conviértete en el tipo de amigo o cónyuge que frecuentemente orienta la conversación hacia el Salvador. Sea cual sea la manera, procura hacerlo tu sol de la mañana, tu estrella de la tarde, tu oasis del mediodía, el gozo de cada hora.
«Estoy seguro», escribe Samuel Rutherford, «de que los santos, en su mejor momento, no son más que extraños al peso y al valor de la incomparable dulzura de Cristo».
Por eso, junto con él, haz de tu felicidad «ganar terreno nuevo diariamente en el amor de Cristo», captar una nueva visión de Él y disfrutar de una nueva gloria en Él.
Obedece más de lo que analizas
Considera algunos escenarios familiares para quienes son introspectivos. Acabas de dirigir un estudio bíblico y, mientras conduces a casa con tu compañero de cuarto, tu mente repasa media docena de comentarios que hiciste. O, mientras cantas durante la adoración congregacional, sigues evaluando tus emociones y comparando tu actitud con la de los demás. O, durante la cena con tu familia, vuelves a pensar en un proyecto de trabajo que acabas de entregar, preguntándote si deberías haberlo hecho de otra manera.
En momentos como estos (y en muchos otros), el autoanálisis puede parecer correcto, incluso responsable. No queremos ignorar nuestros errores y pecados; tampoco deseamos ser desconocidos para nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, debemos considerar cómo el autoanálisis puede conducirnos a una desobediencia sutil.
Si repasas una y otra vez los momentos del estudio bíblico, descuidas al compañero de cuarto que está contigo en el auto. Si te concentras en tus emociones durante la adoración, dejas de contemplar al Señor de la canción. Si criticas mentalmente y rehaces en tu mente el proyecto de trabajo, no logras ofrecer a tu familia tu atención plena. Incluso en la soledad, cuando el autoanálisis no nos impide amar a nuestros prójimos, a menudo nos distrae de otras formas de obediencia: hacer nuestro trabajo, orar, descansar lo suficiente o pensar en lo honorable, excelente y digno de admiración (Fil 4:8).
Hay un lugar para el autoanálisis: para prestar atención a nosotros mismos, examinarnos y confesar nuestros pecados (Lc 17:3; 21:34; 1 Jn 1:9). Pero ese lugar no es la mesa de la cena, el borde de la cama de nuestros hijos, nuestro escritorio de trabajo ni ningún otro ámbito donde Dios ha dejado clara nuestra responsabilidad. En esos lugares, Él nos llama a «mirar… más bien por los intereses de los demás» (Fil 2:4), a «hablar palabras llenas de gracia» (Ef 4:29) y a «trabajar de corazón, como para el Señor» (Col 3:23).
Así que, cuando pensamientos introspectivos invadan tu mente, no des por hecho que Dios espera que les prestes atención. En su lugar, pregúntate: «¿Me están distrayendo estos pensamientos de una obediencia más importante?». Si es así, dile a tu interior: «Quizá debería pensar en eso pronto, pero ahora tengo otra tarea que cumplir». Luego, pídele a Dios la gracia para llevarla a cabo.
Arrepiéntete y confiesa rápidamente
Imagina que has derramado un tazón de cereal en la sala. Sin embargo, en lugar de limpiarlo de inmediato, decides seguir con tu día, dejando el desastre lechoso en el suelo. De vez en cuando lo notas de reojo; en el fondo de tu mente, sabes que está ahí. Intuyes vagamente que podría estar dañando el piso, pero aun así lo ignoras y sigues adelante.
Por ridículo que parezca este escenario, muchos de nosotros respondemos al pecado de manera similar. Por ejemplo, en algún momento de la mañana hicimos un comentario insensible, evitamos cumplir con un deber evidente o permitimos un pensamiento torcido. Pecamos. Pero, en lugar de limpiar el desastre de inmediato, en lugar de confesar el pecado rápidamente, lo dejamos ahí. Seguimos rodeando el pecado, esquivándolo. Así, caminamos bajo una nube de culpa vaga, acusaciones persistentes y una incómoda autoconciencia que nos hace tropezar.
«¿Vive el hombre desprovisto de paz, gozo y santo amor? Esto es porque no llevamos todo a Dios en oración». ¿Acaso no tenemos un Abogado en el cielo (1 Jn 2:1)? ¿No tenemos un Padre cuyo corazón se llena de compasión por Sus hijos que regresan (Lc 15:20)? ¿No contamos con un evangelio lo suficientemente grande para cubrir cada pecado que podríamos traer?
Albergar culpa no tiene poder expiatorio. Tampoco Dios nos dice que confesemos solo después de sentirnos terriblemente mal durante toda la tarde. No, todo en Él, todo en el evangelio, todo en Su palabra nos invita a venir ahora mismo, sin demora. Responde al primer indicio de culpa diciendo: «Iré a mi Padre». Puedes sentarte, confesar tu pecado abiertamente, recibir el perdón en Cristo y seguir adelante.
Dios promete que olvida los pecados que perdona (He 8:12). Seguramente eso significa que nosotros también podemos olvidarlos. Y al olvidar nuestros pecados, quizá también lleguemos a olvidarnos de nosotros mismos.
Sumérgete en algo bueno. Cuándo fue la última vez que estuviste absorto? La palabra describe una de las experiencias más placenteras y de autotrascendencia que Dios nos da. Aquellos que están absortos, escribe Winifred Gallagher, están «completamente inmersos, cautivados, fascinados, quizá incluso “arrebatados”… desde el estudio del académico hasta el oficio del carpintero o la obsesión del que ama» (The Pleasures of Reading in an Age of Distraction [Los placeres de la lectura en una era de distracción], p. 86). Cuando quedamos absortos ante alguna belleza, algún pasatiempo o alguna persona, nos perdemos a nosotros mismos —aunque solo sea por unos momentos— y luego nos reencontramos renovados.
Las Escrituras nos ofrecen muchos ejemplos de esta fascinación santa. A menudo surgen en el contexto de la adoración, como cuando David anhela «una sola cosa» (Sal 27:4) o cuando Moisés contempla las espaldas de la Gloria (Éx 33:21-23). Sin embargo, en otras ocasiones, los santos se pierden en algo que Dios ha creado: desde las cuatro maravillas del sabio (Pr 30:18-19), hasta la observación de las aves por parte de nuestro Salvador (Mt 6:26) o el vibrante cántico del Salmo 104.
¿Cuándo fue la última vez que estuviste tan absorto, tan maravillosamente perdido? ¿Cuándo fue la última vez que incluso te encontraste en un contexto donde pudieras estarlo? Muchos de nosotros hemos pasado demasiado tiempo sin caminar por el bosque, sin sentarnos en un verdadero banquete, sin leer un libro que sea mucho más hermoso que «útil». Entiendo, por experiencia propia como padre de tres niños pequeños, que la vida no siempre deja mucho tiempo para los pasatiempos. Pero ¿podemos, al menos, adoptar la determinación de Clyde Kilby?
Abriré mis ojos y oídos. Una vez al día simplemente contemplaré un árbol, una flor, una nube o una persona. En ese momento no me preocuparé en absoluto por preguntar qué son, sino que simplemente me alegraré de que existan. Permitiré con gozo que conserven el misterio de lo que Lewis llama su existencia «divina, mágica, aterradora y encantada».
Por muy ocupado que estés, encuentra una manera —alguna manera— de perderte regularmente en algo bueno. No podemos simplemente crear estas experiencias; son un regalo. Pero podemos colocarnos frente a la bondad de Dios en Su buen mundo. Podemos abrir los ojos. Podemos caminar por algún sendero de placer el tiempo suficiente como para perdernos en él.
Abraza los llamados que Dios te ha dado
Aunque suelo ser bastante reflexivo, antes pasaba aún más tiempo escudriñando mi alma. Si hojeas mis diarios de años pasados, encontrarás páginas y páginas de una introspección agónica. Pero luego verías cómo las entradas disminuyen poco a poco, hasta llegar a páginas completamente en blanco. ¿Por qué? Por varias razones, pero una de las más significativas es, simplemente, que me mantuve ocupado. Hice más amigos. Tomé más clases (y más exigentes). Empecé a trabajar más horas. Las tardes vacías y los días solitarios dieron paso a buenos llamados que Dios me dio: un tipo de ocupación bendita, aliada del olvido de uno mismo.
Cuando los pensamientos oscuros nos arrastran hacia adentro de nosotros mismos, cuando sentimos que estamos cayendo en el vórtice del yo, qué regalo es tener un cónyuge a quien amar, un bebé a quien consolar, amigos a quienes servir, platos que lavar, vecinos a quienes ayudar, iglesias que construir, proyectos de trabajo que realizar y otras necesidades que suplir. Estos llamados otorgan una gloriosa objetividad a nuestros días. Como me dijo recientemente un hombre introspectivo, padre primerizo: «Cuando mi hija me necesita, Dios no espera que esté haciendo nada más».
Por supuesto, evita esa prisa diabólica que no deja espacio para mañanas tranquilas delante de Dios, momentos de calma durante el día o descansos sosegados como los del día de reposo. Pero, sin duda, encuentra algunos grandes llamados en la vida y escucha en ellos la voz de Dios diciéndote: «Esposo, ama a tu esposa» (Ef 5:25), «Madre, instruye a tu niño pequeño» (Pr 22:6), «Amigo, anima a tu hermano» (He 10:24), «Cristiano, suple las necesidades de los santos» (Ro 12:13). En resumen, escucha en ellos la voz de Dios que te llama a salir de ti mismo.
Agradece a Dios siempre y por todo
Por último, sin importar cuán ensimismado o introspectivo te sientas, decides dar gracias a Dios «en todo» (1 Ts 5:18) y «por todo» (Ef 5:20).
La introspección mórbida y la gratitud a Dios son opuestas. La primera nos hunde en las profundidades subterráneas; la segunda eleva nuestra mirada hacia un cielo amplio y luminoso. Una nos encierra en nosotros mismos; la otra nos dirige hacia afuera. Una nos lleva a un salón de espejos, donde nos vemos, pero con frecuencia nos engañamos a nosotros mismos; la otra llena nuestros pensamientos con el Padre de las luces, nuestro buen y generoso Dios (Stg 1:17).
Filipenses 4:6-7 traza el camino desde la introspección ansiosa hacia una mente y un corazón en paz:
Por nada estén afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer sus peticiones delante de Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús (énfasis añadido).
Nos alejamos de la ansiedad interior no solo al echar nuestras cargas sobre Dios, sino al hacerlo «con acción de gracias». La acción de gracias nos coloca en un lugar mucho más amplio que nuestras cargas, donde vemos un pasado lleno de la fidelidad de Dios y un futuro vivo con Sus promesas: la cruz detrás de nosotros y el cielo delante nuestro. La acción de gracias nos devuelve a la realidad, hablando un evangelio con voz más fuerte que nuestros pensamientos internos.
Bajo el antiguo pacto, los levitas «debían estar presentes cada mañana para dar gracias y para alabar al Señor, y asimismo por la noche» (1 Cr 23:30). Como hijos del nuevo pacto, ¿no podríamos, al menos, igualar esta práctica piadosa? ¿Qué pasaría si saludamos por la mañana y coronamos la noche con gratitud? ¿Qué pasaría si, al menos dos veces al día, nos detuviéramos para notar los muchos regalos que Dios nos ha dado, la bondad y la misericordia que nos persiguen hasta nuestro hogar (Sal 23:6)? Tal vez descubriremos que la gratitud puede convertirse en una escalera para salir de nuestro sótano interior, un recordatorio de Dios que nos ayuda a olvidarnos de nosotros mismos.
Por lo tanto, busca llenar tu mente con Jesús. Obedece más de lo que analizas. Arrepiéntete y confiesa rápidamente. Sumérgete en algo bueno. Abraza los llamados que Dios te ha dado. Y sin importar cuán atrapado te sientas en ti mismo, agradece a Dios siempre y por todo.