Cada día al caer la tarde moríamos un poco, el canto de la reja nos avisaba, el olor a alcohol nos llegaba antes que su presencia y mi madre, que no tenía contención, arremetía contra él con insultos y agresiones. Toda una infancia inmersa en contiendas diarias hasta un día… Fue el día en que mi alma adolescente exclamó – ¡Basta ya!, ¡No soporto más! Y mi dolor explotó en llanto.
¿Te has sentido alguna vez así? ¿Has estado de pie por fuera y derrumbándote por dentro? ¿Alguna vez has escuchado a tu alma gritar su dolor? Si has sentido esto, has tocado fondo, las fuerzas se te acabaron y apenas puedes levantarte para seguir…
Pero, ¿no te has dado cuenta? Ante ti hay unos brazos abiertos perennemente esperando que te refugies en ellos. Solo tienes que mirar a la cruz. Esos brazos te recibirán sucio, sangrante, maloliente, lleno de llagas purulentas y con un amor inigualable te abrazarán, te lavarán, curarán tus heridas, te cubrirán de vestiduras limpias y de la mejor marca y te protegerán siempre que te mantengas dentro del abrazo, si te alejas, ya no estarás dentro del círculo protegido, es por eso que debemos aferrarnos y no soltar cualesquiera que sean nuestras circunstancias.
No sentirlo no es provocado por Él, es una percepción nuestra sin basamento real. Él siempre está a nuestro lado, pero nos respeta y no se impone, nos permite curiosear en experiencias a veces peligrosas para que nos demos cuenta que la seguridad solo está a su lado.
Tu vida pasada no le importa, resentimientos, dudas, traiciones, angustias, vidas desechas, divorcios, actos delictivos, todos se desvanecen ante su presencia.
No te culpes, Él no lo hace, Él te volverá a recibir cada vez que vengas destrozado y arrepentido, te pondrá su anillo y te vestirá con vestiduras limpias y dirá sus ángeles: “este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”.