Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros. (Efesios 4:11)
Se dice que Juan Wesley hizo más por Inglaterra que sus ejércitos y sus navíos. Vivió pobre, habiendo dado a otros miles de dólares a lo largo de su vida. Maltratado y calumniado, dejó su reputación y su alma en las manos de Dios. Se ha calculado que viajó más de trescientos mil kilómetros a pie y a caballo, y predicó dos mil cuatrocientos sermones. Gran parte de la iglesia establecida lo menospreció, pero él llevó fuego al frío corazón de esa iglesia. Tenía fama de quedarse sin aliento en busca de las almas.
Ordenado a los veintidós años, George Whitefield comenzó a predicar con gran elocuencia y buenos resultados. Su poder era resultado de su pasión por las almas, y usaba cada uno de sus talentos dados por Dios para guiar a las almas a Cristo. Cruzó el Atlántico trece veces y predicó millares de sermones. El epitafio de su tumba dice que fue un soldado de la cruz, humilde, devoto y ferviente, que prefirió la honra de Cristo antes que su propio interés, su reputación o su vida.
Aunque esos hombres son ejemplos admirables, el ejemplo perfecto de alguien con pasión por los perdidos es Cristo.