Sin el sano consejo de la Palabra de Dios, la sexualidad se sale de su cerco como un corcel salvaje que de momento se rebela, le da una patada a la cerca que lo contiene, y sale corriendo, destruyendo todo a su alrededor. Cuando el ser humano se sale del cerco de seguridad de la Palabra de Dios, inevitablemente deja un montón de escombros detrás de sí. Una de las primeras cosas que el diablo trata de dañar y corromper es la sexualidad del hombre y la mujer, su identidad masculina y femenina, como vemos en este tiempo.
Satanás sabe que la sexualidad juega un papel central en la vida de un hombre o una mujer. Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, declaró que la sexualidad humana es la fuerza motriz de la sociedad. Posee un poder increíble. Causa guerras, y también inspira poemas; es una fuerza increíblemente creativa, y también destructiva. Es una energía divina, pero también puede tornarse demoníaca.
El diablo conoce el poder de esa fuerza, y por eso cuando quiere asestarle un golpe de muerte a una sociedad primero va a su sexualidad, y comienza a arrancar piezas y a halar alambres, y a inspirar al hombre para que empiece a juguetear y experimentar con ese delicado mecanismo. Se trata de un mecanismo sublime pero extremadamente frágil. Una vez que se desestabiliza, ¿cómo restaurarlo a su balance original? Solo Dios, que lo diseñó, sabe cómo volver a hacerlo.
Mientras el hombre moderno más experimenta con la sexualidad humana, más la distorsiona y desestabiliza. Mientras más se esfuerza por liberarse de los linderos sexuales establecidos por Dios, más se desorienta y se desangra. Cuando una sociedad se desangra en su sexualidad, todo lo demás se desestabiliza—la familia, la paternidad, el gobierno, los valores morales, éticos, religiosos. Se siembra caos en la sociedad.
En el mundo moderno observamos, por ejemplo, una sociedad donde la femineidad ha ganado un grado de preponderancia desbalanceado. Podemos ver épocas de la historia en que la masculinidad se torna demoníaca y opresiva. Vemos países del Medio Oriente, por ejemplo, donde el hombre pervierte y oprime a la mujer metiéndola dentro de un saco literalmente, convirtiéndola en un triste objeto sin vida propia.
Pero la sociedad se puede también ir al otro extremo, donde la femineidad se convierte en una fuerza igualmente opresiva y sofocante. Hay una sensibilidad femenina que puede penetrar sutilmente, establecer su influencia por todas partes y colorearlo todo. En países como Estados Unidos ese fenómeno se manifiesta por medio de una homosexualidad creciente, padres castrados, hombres inseguros, una masculinidad ridícula e inepta, como la vemos reflejada en la televisión y en Hollywood. La vemos en la religión también.
Dios hizo a la mujer y al hombre para ciertos roles específicos y complementarios. Cuando el hombre no ocupa su lugar y la mujer toma ese espacio que el hombre abandona, entonces comienzan a surgir modelos destructivos, y la sociedad pierde su derrotero y su sentido de dirección. Por eso es que en este tiempo la Iglesia tiene que ser un lugar donde los hombres encarnen una masculinidad sanada, y las mujeres reflejen una femineidad conforme al diseño de Dios.
Tenemos que pedirle al Señor que nuestras Iglesias sean lugares donde se puedan procesar adecuadamente los problemas de la sexualidad o del género, de la identidad sexual. ¿Qué significa ser hombre o mujer? ¿Cuál es el diseño balanceado de Dios para un esposo o una esposa? Y entonces, al nosotros trabajar esa problemática conforme a los valores del evangelio, al rectificar nuestro hogar, rectificar nuestra masculinidad, rectificar nuestra femineidad, podremos ser una voz razonable e iluminadora para nuestra sociedad allá afuera.
Al ver nuestros hogares funcionando conforme al modelo de Dios; al ver hombres varoniles y tiernos, al ver mujeres femeninas y firmes, y seguras de sí mismas; al ver un hombre y una mujer conviviendo y dándose el lugar apropiado cada uno en una hermosa danza de complementariedad, la sociedad dirá, “Yo quiero eso también”. Entonces los valores del Reino de Dios podrán ofrecer una alternativa válida, atractiva, creíble, a ese mundo allá afuera que desesperadamente necesita esos valores.